La opinión de un estudiante que respeto me deja pensando: “Lo más pesado de nuestra edad es soportar la mirada de los adultos”. Y con mirada quiso decir expectativas, presiones, juicios. ¿Será más difícil vivir la juventud hoy que en otros tiempos?, es el colateral implícito en esta meditación que, periódicamente, aparece entre quienes nos movemos entre gente joven.

En materia de opiniones hay para todos los colores. Pero ya no se trata solo de pareceres sino de investigación y estudio. Lo juvenil –en esta expresión que evade el sustantivo, categoría de los conceptos claros– es objeto de análisis de variadas ramas del conocimiento. Y ya sea desde esos frentes o, nada más, desde la observación más directa de los fenómenos cercanos, podemos identificar a un sector juvenil viviendo en unos tiempos en los cuales el afán de dinero tiene un mecanismo propio que contamina a la gente, cada vez más pronto para orientar pasos –rectos y torcidos– en su persecución, porque vivimos una época que está persuadida de que la felicidad radica en la posesión de las cosas, en la búsqueda constante del placer que reside en los servicios más sofisticados y en los bienes más ostentosos.

Esa es la lección principal. Un llamado a los mundos del poder y del dinero. Y junto a ella, una segunda lección: la del disfrute. Reparemos en cuánto se insiste desde la publicidad y toda clase de medios de entretenimiento en la invitación a pasarla bien, a divertirse, a gozar en unos esquemas que lucen bastante repetidos (fiesta con alcohol, playa con alcohol y sugerencias hacia actividades que no se enuncian pero que están implícitas).

Y frente a todo eso, nuestros jóvenes. Herederos de un mundo malhecho, de una sociedad descompuesta, agresiva y devastada, los viven según la marca de su clase social. Con profundo resentimiento los que han nacido en medio de la necesidad y la carencia; con olfato oportunista los que se sienten llamados a integrar las filas del consumo; con pereza e irresponsabilidad los que han sido acunados desde siempre entre los privilegios.

No hay duda de que los padres y maestros tenemos que cambiar nuestro discurso o revisar nuestras maneras de acercarnos a los jóvenes. Nunca ha sido más difícil que hoy la tarea educativa. Tal vez debamos ser más consecuentes con lo que nosotros mismos hemos sembrado en ellos, para no hacer demandas incoherentes. Yo fácilmente me escandalizo cuando un universitario me revela cuán duro le resulta madrugar y estar lúcido a las 07h00 (y si hay detrás de esa molicie exceso de horas de televisión es culpa de su hogar, pero si la causa es el prematuro trabajo es culpa de la sociedad). O cuando los textos de estudio les parecen “aburridos” porque anhelan seguir embarcados en la cultura del entretenimiento hasta en los niveles del más alto requerimiento intelectual. Pero mi impaciencia es explicada por la Psicología, que nos instruye sobre lo reducido del tiempo de concentración; por la Pedagogía, que nos insta a enriquecer las herramientas del trabajo en el aula; por la Ética, que refuerza la lección sobre el respeto y tolerancia que se merecen nuestros alumnos.

Y allí vamos los maestros... urgidos por nuestra conciencia, empujados por deberes de auténtica trascendencia social.