Se propuso allí que la tarea del relacionista público no debería ser la de hacer quedar bien a cualquier precio a su institución sino la de asesorar a sus directivos y empleados para que construyan juntos y con empeño la imagen que desean proyectar.

Empresas públicas y privadas deberían recoger esta tesis. Las primeras, porque de ese modo se preocuparán más por volverse eficientes; las segundas, porque así le darán mayor importancia a su obligación de satisfacer al cliente.

¿De qué sirve que un banco tenga un excelente publicista o relacionista público si al momento de colocarse en la fila de cualquiera de sus ventanillas la persona que va a cambiar un cheque debe pasar largas horas de espera? ¿Es útil que las empresas estatales de telefonía o de distribución eléctrica inviertan en millonarias campañas de publicidad cuando el precio de su mal servicio sigue siendo exageradamente alto?

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Relaciones públicas no es el comunicado de prensa bien redactado ni el banquete para congraciarse con los periodistas, sino la definición clara del valor agregado que se ofrecerá al público y el esfuerzo cotidiano para que la calidad de ese servicio o ese bien no decaiga. No es una tarea fácil, pero ahora que está tan de moda hablar de competitividad, sería bueno que lo recordásemos con más frecuencia.