Lo peor que está sucediendo en la negociación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos es el contagio del apuro, la ofuscación y la trivialidad de la ministra Baki. La tan gastada figura de la pérdida del tren de la historia no sirve de justificación en este caso, cuando ni siquiera se ha preparado el equipaje para embarcarse en un viaje incierto y sin rumbo definido. Como van las cosas, es probable que solamente una vez que el país haya subido a bordo comience a averiguar por el destino, las escalas y las condiciones de la aventura.

Con el voluntarismo que surge de la ausencia de objetivos y de programación, se ha buscado un poco de asistencia técnica por acá y otro tanto de relaciones públicas por allá. Pero todo eso es insuficiente para ocultar la improvisación.
Creer que el problema se resuelve en lo técnico o que se reduce a la manera en que se comunican las cosas es ocultarse una realidad que debió ser detenidamente considerada antes de iniciar cualquier negociación. Si se hubiera hecho eso se habría comprendido que los obstáculos vienen desde lo más profundo de la economía y de la política y que, por tanto, no pueden solucionarse con un par de consultores por exitosa que haya sido su experiencia en otros países.

El engañoso nombre del tratado, que alude solamente al comercio –apenas una de las partes de todo lo que se halla en juego–, ha sido aliciente para la obstinación. La idea generalizada de que todo se reduce a aranceles y subsidios impide comprender la magnitud del paso que se está dando y cierra el camino para entrar en los aspectos de fondo. Y estos no son otros que las condiciones en que se insertará el Ecuador en el mundo globalizado y las condiciones internas con que cuenta para hacerlo. Competitividad, eficiencia, productividad, son palabras vacías cuando se las divorcia de su entorno, y eso es lo que se está haciendo.

No es necesario estar en contra del TLC para ser pesimista. Por el contrario, el acuerdo podría ser un motor poderoso para el desarrollo nacional, pero para que eso funcione se deben mirar previamente las condiciones internas. Más allá de floricultores y atuneros, hay que ver al país en su conjunto. Un país que en veinticinco años no ha sido capaz de definir las reglas de su economía, que ha vivido entre bloqueos y vetos de los intereses particulares, que ha incrementado el número de pobres, que ha profundizado la brecha en los ingresos. Un país que ha reducido el presupuesto de educación y salud, que no cuenta con un sistema de seguridad social y que desde que se dolarizó no puede competir en el exterior porque ya no puede exportar pobreza bajo la forma de bajos salarios. Un país que no es la fanfarria de Miss Universo. A ese país no se le puede pedir que ponga las mínimas bases para una negociación. Apenas se puede esperar que acate su condición de socio insignificante.