¿De dónde salió aquella arma de destrucción masiva? Quizás de Afganistán, de Corea. Lo cierto es que no funcionó como ustedes lo imaginan. Nadie murió. No hubo explosión, estallido, zambombazo. El episodio pasó desapercibido hasta que, de pronto, al querer la gente desenvolverse de un modo normal, se armó el pánico: nadie podía hablar, oír, oler, ver. La Tierra se trocó en un planeta insonoro, inodoro, invisible. Las bocas quedaron selladas sin poder proferir palabra alguna.

Un solo ser logró escapar del flagelo. Tal vez porque se creyó un nuevo Noé o porque las reglas conllevan excepción, aquel hombre llamado Rigoberto siguió hablando, escuchando, viendo, y por cierto, se extrañó al notar que los demás habían colapsado en sus facultades. Aquella impresión de vivir en medio de estatuas movedizas le resultó insufrible.

La política desapareció. No había quién arengue, haga discursos, multiplique mentiras, engendre promesas. Rigoberto intentó pinitos, balbuceó frases trilladas, esculpió metáforas torcidas, levantó el índice hacia el cielo, extendió los brazos como lo hace el cirujano antes de ingresar al quirófano. A su alrededor, solo hubo gente indiferente. Todos titubeaban, buscaban un camino, chocaban unos contra otros, bocas selladas, oídos insensibles. Solo las manos permitían abrirse paso, alejar a los inoportunos.

Rigoberto se sentó a la sombra de un roble. Tendría que asumirse en todas sus necesidades, vivir solo su incertidumbre. La comunicación con los semejantes se solventaría con las manos. Habría que inventar un nuevo lenguaje basado en presiones, tactos, cosquillas. Al llegar a su casa, Rigoberto halló a su mujer convertida en cariátide, maniquí absurdo, exceptuando el limitado tacto. Se abrazaron, tuvieron relaciones sin mayor elocuencia. Al asomarse, el hombre vio que los humanos se buscaban, se apretaban las manos, se bamboleaban de un lado al otro como para expresar su dolor. Boquiabiertos, buscando la luz del cielo, imploraban, exigían una respuesta, investigaban a como dé lugar, luego sacudían la cabeza en señal de confusión.

Durmió muy mal Rigoberto aquella noche. Le esperaba una fea sorpresa al amanecer. Había conservado, bien es cierto, el oído, la vista, el don de la palabra, mas se había quedado sin el tacto. Salió a la calle, no sintió cuando los demás le hablaron a manos limpias, con desesperación. Los miraba pero no podía transmitir sus emociones. Ponía en sus ojos todo el sentimiento, escogía palabras conmovedoras. Dijo varias veces. “¡Los quiero, hermanos!”. Rogó al cielo que le quitase la vista, el oído, el hablar. Todas aquellas facultades sin el eco de los demás eran una carga inútil, don desperdiciado.

Levantó la vista hacia las nubes, rezó con la máxima intensidad. Los cúmulos, cirros, estratos y nimbos quedaron impávidos. Las montañas a lo lejos seguían con su carga de nieve, los ríos fluían como si nada. Los insectos, animales, llenaban la tierra de colores, ruidos. Los árboles sacudían su pelambre. Rigoberto abandonó la ciudad, buscó la soledad, se colgó del un árbol sin pensarlo dos veces. En la ciudad, los humanos privados de casi todos sus sentidos, juntando las manos, empezaron a reinventar el amor.