Pensando desde una tradicional visión de museo, cualquiera diría que la literatura no tiene espacio en él. Que para los libros se han creado las bibliotecas, las editoriales, hasta las ferias. Pero no es así. De hecho, nuestro MAAC tiene un programa titulado con el nombre que bautiza el presente artículo. Tal iniciativa todavía no es conocida porque se desenvuelve en el ámbito de los colegios, sin embargo le encuentro tanta utilidad que la juzgo valedera para audiencias más amplias.

El programa consiste en invitar a un grupo de estudiantes del último año de bachillerato a dialogar con un escritor o intelectual. Previamente ha habido acuerdo con el profesor de literatura para consumir en el aula una obra, para ubicar una corriente y un autor, de tal manera que los adolescentes llegan preparados a la conversación.

El encuentro con los autores es fenómeno repetido en los últimos tiempos.
Descubrir la realidad material de ese nombre que aparece en la portada de los libros puede ser oportunidad de mayores descubrimientos, así como ocasión de profundas decepciones. Los que conocimos a Juan Rulfo recordamos a un hombre sumamente tímido, casi huidizo al contacto con sus lectores. Uno de mis maestros recordaba la enorme humildad del gran César Dávila Andrade, escondido detrás de un pilar en una ocasión en que se lo premiaba. Algunos autores nos muestran su egolatría, sus poses, su doble discurso. Otros nos deslumbran con su inteligencia, con su ingenio, con su desnuda humanidad, tal vez porque, como sostiene un pensador, “difícilmente detrás de un artista hay un canalla”.

Sin embargo, produce curiosidad humana verle la cara y escucharle la voz a quien nos habla desde las páginas, con ese lenguaje figurativo y cifrado, enriquecedor de la vida, que es la literatura. Por eso siempre he patrocinado o he servido de intermediaria en las conversaciones con escritores. En esos pasos anda el MAAC y sé que le va bien. Si el público preferido por ahora brota de las aulas colegiales los buenos propósitos son dobles: no solo se apunta a vincular a un autor con sus lectores, también se consigue trabajar por la suerte de la lectura.

La buena y nunca suficientemente recomendada lectura. El ejercicio formador de la capacidad de abstracción y discernimiento. Conseguir que los jóvenes lean representa la mayor batalla de un educador de nuestros días. En la universidad se quiere estudiar solamente a costa de apuntes, en la enseñanza media se aspira a que les “cuenten” las obras literarias, en el mundo de las empresas hay instancias especializadas en redactar resúmenes que comprimen informes, teorías, corrientes nuevas, en apretadas páginas destinadas al “ejecutivo” que no tiene tiempo de leer.
El colmo me lo hizo vivir un universitario cuando sostuvo que no lee periódicos porque “son aburridos”. Las excusas podrán menudear, pero lo que observamos en la realidad cotidiana son profesionales tartamudeantes cuando se trata de hablar en público, comprensiones limitadas en materia de análisis de cualquier clase de textos, redacciones abstrusas en los más pintados estilos.

Por todo esto, me he alegrado enormemente con el programa El MAAC y la literatura. Viva demostración de cuidado por la palabra y su poder comunicador.