Una fiesta sociocultural religiosa, una de cuyas características es el ingente gasto, estaba siendo comentada por un grupo. Me integré en él y me alegré, al observar la libertad con la que se expresaban.
Los gastos de esta fiesta llegan hasta 20.000 dólares. “Porque ganan, ustedes la promueven, a pesar de que esquilma a pobres y ricos”, afirmaba uno de lengua fácil.

Al oírme que la generalidad de los párrocos, para ellos y sus colaboradores, reciben de 20 a 100 dólares, el rostro de algunos dejó transparentar duda. La convicción de que la Iglesia, no entendida como comunidad de bautizados sino como clero, es rica, ha calado muy hondo. Esta convicción, por la que van a la iglesia, muchos a pedir y pocos a dar, es fruto de la memoria de tiempos en los cuales el clero tenía bienes para atender educación, salud y beneficencia, que estaban a su cargo.

La confiscación de esos bienes, realizada a fines del siglo XIX y en los albores del XX, comenzaba a borrar esta imagen; esta se reavivó después del Concilio Vaticano II, con las donaciones generosas de católicos de otros países, para templos, casas parroquiales, vehículos y para múltiples servicios.
Algunos integrantes del grupo, buscando apoyos a su convicción de la riqueza clerical, señalaron otras fuentes: los sacerdotes no pasan necesidades; pues los obispos les dan lo que puedan necesitar. ¿Y, si los obispos no tienen?, pregunté sonriendo. “¡Cómo no van a tener; reciben dinero del Gobierno!”, respondió una señora, que ignoraba la separación entre Estado y la Iglesia libre. Un hombre, con el aplomo de sus numerosos años, señaló otra fuente de riqueza: “El Papa manda dinero a todos los obispos”.

Ni el lugar, ni el tiempo disponible me permitieron presentar el panorama económico de la Iglesia universal: en Europa, en países de América del Norte y en otros continentes, la fuente y circulación del dinero comienzan desde abajo; este sube y vuelve a bajar. Los católicos contribuyen en las parroquias; estas sostienen los servicios de las diócesis y estas se ayudan, ya directamente, ya por medio del Papa. El 29 de junio se efectuó en la Iglesia universal la colecta, llamada Óbolo de San Pedro, para el servicio universal de la Iglesia. Este óbolo comprende la colecta realizada en todas las diócesis y las contribuciones de congregaciones e instituciones religiosas. En el 2003 esta colecta alcanzó la suma de 55’842.854 dólares, que Juan Pablo II destinó a ayudas a favor del tercer mundo, especialmente para socorrer a poblaciones sacudidas por guerras o catástrofes naturales. El Óbolo de San Pedro comenzó en el siglo VIII, cuando los anglosajones se convirtieron al cristianismo; como signo de unión, decidieron enviar cada año una contribución al Papa. Pronto se difundió por los países europeos y fue regulada por Pío IX en 1871.

La contribución de la Iglesia en Ecuador va creciendo; sin embargo, todavía recibe mucho más de lo que envía al Papa.