“En un criterio generalizado de respaldo absoluto a su hijo pródigo, la ciudadanía cuencana confía plenamente en una inolvidable y memorable jornada del máximo representante del deporte ecuatoriano”. Así decía un reportero minutos antes de la competencia. Y a donde uno fuera con el control remoto encontraba el mismo clima emocional. Ese jueves, cinco canales de TV trasnocharon para ver a Jefferson Pérez ganar la medalla de oro.

En el minuto 4, cuando el bloque de atletas era aún compacto, Óscar Vizuete, en Gamavisión, explicaba cómo, “en pocos minutos más” (sin lugar a dudas), Pérez estaría en la punta. En el minuto 20, cuando esa posibilidad se posponía, Vito Muñoz, en Telesistema, decía aún confiado: “él sabe lo que está haciendo”. En el minuto 42, cuando el ecuatoriano estaba visiblemente rezagado, María Teresa Guerrero, en Ecuavisa, hacía profesión de fe: “todavía creemos que la medalla va a ser ecuatoriana”.
Más tarde, Carlos Vera esperaba por “un milagro”. A diez minutos del final, Sandra López, en Canal Uno, se dirigía aún a los “trece millones de ecuatorianos que estamos pendientes de ver el triunfo nuevamente”.

Y eso fue lo que vieron: un triunfo. Todos los canales proclamaron la victoria de Jefferson Pérez y subestimaron la importancia de la medalla no alcanzada, pues no hay mejor victoria, dijeron, que la satisfacción de aquel que dio “su mejor esfuerzo”, que “luchó hasta el final” y “nunca se rindió”. Todo eso está muy bien y sirve para autoconfortarnos, mantener nuestro orgullo indemne y apreciar a Jefferson Pérez en lo que vale, pero no alcanza para justificarnos en los Juegos Olímpicos. Porque la verdad es que perdimos: el cuarto puesto no se compadece con lo que el país invirtió (aunque no fuera más que en expectativas) en torno a esta competencia. Y eso no lo analizó la televisión.

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El problema de Jefferson Pérez, en la TV, es que está condenado a ganar siempre, porque su figura es la proyección de una especie de religiosidad patriótica de alto rating y en ese terreno no se puede perder. Cuando la prueba de los 20 kilómetros marcha se convierte en una cuestión de honor nacional, resulta difícil evaluarla, simplemente, como una competencia atlética.