Decía la semana anterior que la sociedad ecuatoriana adolece de un notorio fraccionamiento. Pero las circunstancias no la han llevado aún –y espero que nunca lleguemos a eso– a la polarización en dos sectores, cada vez más confrontados, como los que se pusieron de manifiesto en Venezuela con el referéndum revocatorio presidencial del domingo 15. Algo que allá tuvo lugar por causas y elementos comunes a los que se dan también en nuestro país y en casi todos los de América Latina. Aunque en Venezuela con ciertas realidades y en circunstancias distintas, muy propias.

Lo común es, sobre todo, las profundas desigualdades económicas, sociales y culturales entre los estratos más deprimidos de la población –que conforman la mayoría– y los medios y más altos. Común con nosotros también es el descrédito y desconfianza crecientes en los partidos –indispensables para el ejercicio de la democracia moderna–; y común, así mismo, el que su apetencia de poder –singularmente la de algunos de sus líderes– los induzca a subordinar el bien común, al que anteponen sus intereses personales y grupales, sin sustraerse de acudir a medios deleznables –como el obstruccionismo ciego y la demagogia barata– para sus fines electoreros.

Lo más propio y peculiar del reciente proceso venezolano –que ha llevado al referéndum en que ha vencido el carismático populista Chávez–, es que este, desde el gobierno de la quinta potencia petrolera mundial, con precios en auge, ha podido disponer de un multimillonario excedente de petrodólares para subsidiar no solo al grueso de la población, con cosas como la gasolina a 20 centavos por galón, sino además, específicamente, a los estratos más deprimidos, con programas coyunturales directos.

Mientras ha aumentado la pobreza extrema –que casi se ha duplicado en los últimos cinco años–, y ha aumentado el desempleo –que llega al 15%– por falta de confianza e inversiones productivas, esos mayores sectores desposeídos están agradecidos, como nunca a nadie, a Chávez, por los deslumbrantes paliativos que reciben... aunque sin ningún cambio profundo y sólido, que vaya abriendo cauce auténtico y duradero al progreso económico y social.

Cada uno de nuestros países, no obstante sus rasgos comunes, ha venido transitando por caminos peculiares. Y en este momento Ecuador tiene ya varios espejos latinoamericanos ante los cuales mirarse, entre ellos el de Venezuela, así como el de Chile, por ejemplo, para repensar su presente y su futuro. Obviamente que con ninguno de esos países caben identidades, pero sí aproximaciones más o menos deseables. Procurando que jamás lleguemos ni a los horrores por los que tuvo que pasar Chile, ni a los errores por los que está atravesando Venezuela.

Es que, como dice con impecable lógica la sabiduría evangélica: “Toda ciudad o casa dividida contra sí mismo no se sostendrá”. Y como expresó hace un mes, admonitivo y anhelante, el episcopado venezolano: “Las soluciones de los grandes y graves problemas no se improvisan, no son fruto del azar ni de mesianismos políticos. El país exige un liderazgo auténtico, responsable y promotor. Los líderes que tienen la misión de guiar a las naciones les hablan con la verdad, les proponen y señalan el camino, y las ayudan a sortear los escollos”.