Parodiando la conocida afirmación poética de Mallarmé de que un golpe de suerte jamás aboliría el azar, pienso que el best seller tampoco lo hará con la literatura. De hecho es un guiño a ella y más propiamente a sus lectores.

¿Cómo, si no juzgar de este modo El código Da Vinci, novela de Dan Brown, el último de los libros de éxito de venta en actual circulación?

Algunas narraciones de Eugene Sue, otras de los Dumas, padre e hijo, tuvieron enorme acogida en el siglo XIX. En el XX se han sucedido con mayor estruendo esos éxitos, en algún caso con novelas de valía y con textos de análisis o de divulgación científica.

Hay fórmulas, sin duda, para establecer estos best sellers, patentadas sobre todo por algunas editoriales norteamericanas, pero a los que no son ajenos aspectos circunstanciales de índole política, como sucediera con la publicación de Doctor Zhivago de Boris Pasternak, o religiosos como fue el caso de los Versos satánicos de Salman Rushdie.

Generalmente se trata de desarrollar un argumento de sentido policiaco o de investigación detectivesca en que de manera infaltable hay robos o intentos de robar secretos de singular importancia, lo que apareja la existencia de víctimas y de victimarios, de búsquedas, de encarnizadas violencias, de, a veces, agudos juegos de desafío intelectual, en abierto paralelismo con las estructuras propias de este género y que estupendamente han manejado autores como Wilkie Collins, Poe, Chesterton y más recientemente Simenon, Le Carré, entre otros.

Si a eso se agrega en el argumento que la materia del secreto ansiado es religiosa, mágica, política, esotérica, económica, etcétera, basándose en la historia o en una aparente documentación histórica, el viso de lo real resulta incuestionable. Porque en definitiva se trata de introducir en la realidad lo que en principio no lo es o no puede serlo, mezclando, conjugando ambos aspectos para mayor solidez de la narración correspondiente.

En verdad la narración de este tipo de hechos o sucesos es propia de la ficción, y la literatura es artísticamente una ficción, de lo que resulta que su uso en sí es inobjetable. El asunto está en cómo se los refiere y para qué, que en los casos de los best sellers es evidente: entretener, divertir, gustar, sin otras razones que las ya citadas.

Se trata de una narración ligera, superficial aunque a veces con rasgos de profundidad, a la que por lo general uno olvida después de leer y en la que, a lo sumo, puede encontrarse información desconocida. No siendo solo este aspecto determinante, se describe a los personajes en la tipificación de seres agudamente perspicaces o taimadamente sanguinarios o arteros, bazas indispensables para irradiar o mantener el interés del relato. De ahí resulta la necesidad de rodearlos de lo que puedo llamar ambientación escenográfica, que puede ser detallística en extremo o escueta, y cuyo fin no es otro que dar sustentación de verosimilitud o realismo al desarrollo argumental.

Una ficción puede ser entretenida y hasta divertida, pues la literatura no es espacio excluyente de lo que es necesidad o urgencia humana. Tampoco puede o debe entendérsela como el coto cerrado en que fatalmente deambulan demonios o fantasmas personales. Su fin es mostrar al ser humano y no solo su apariencia.