Las esperanzas que renacían hace dos décadas y media hoy parecen diluirse parcialmente si se las contrasta con la corrupción, la inseguridad, el desempleo y la pobreza imperantes.

Un balance negativo, sin embargo, sería equivocado.

Cierto es que todavía resta perfeccionar esta democracia formal, reemplazándola por una democracia real, donde la acción de gobierno no quede en pocas manos sino que sea el ejercicio cotidiano de todos los ciudadanos, como celosos guardianes de sus derechos. Así la democracia se convertirá en una herramienta efectiva para conquistar salud, educación, trabajo y vivienda para todos.

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Pero el hecho mismo de que consideremos necesaria esa superación de nuestro régimen político nos recuerda que la democracia es el único sistema que acepta correcciones. Todos los demás –dictaduras abiertas o disfrazadas– tienen de común que le niegan a la sociedad el derecho a intentar su propia superación, y lo reemplazan por el miedo o la adoración al caudillo de turno. Con dictadura podrá haber paz, pero será la paz de los sepulcros; con dictadura podrá haber orden, pero será el orden de los que gobiernan para sí. Con democracia podrá haber muchos males, pero queda en nuestras manos dejar que continúen o imponerles corrección.