Hay quien opina que el huevo, sobre todo el de gallina, se divide en tres partes: dos protectoras, la cáscara y la clara, y una deliciosa, la yema; de hecho, el genio de todos los cocineros que en el mundo han sido no ha bastado para conseguir una salsa como la yema de huevo.

El problema, al cocinar los huevos, es no estropear esa salsa. Yo no soy nada partidario de los huevos duros, los huevos cocidos: la yema pierde su untuosidad y hasta su cremosidad para convertirse en algo granuloso, seco, que se disocia en la boca y se atraganta en la garganta.

En las demás preparaciones, quiero que la yema no se cuaje por completo. Me gustan los huevos pasados por agua, los huevos blandos –clara cuajada, yema aún líquida–, los huevos escalfados, de los que retiro todo exceso de clara para dejar justo una capita que impida que la yema se desparrame antes de tiempo.

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En cuanto a los huevos fritos, soy intransigente: la clara ha de tener un colorcillo apenas tostado por debajo, y ha de hacer puntillas; la yema ha de estar caliente, pero temblorosa, capaz de impregnar de sabor y color al trocito de pan que, como primera providencia, sumerjo en ella.

Hace unos días tuve la ocasión de disfrutar de una versión actual de un clásico: los guisantes con huevo. Un sabor de siempre, pero un vestido de hoy. Partimos de 2 kilos de guisantes (arvejas), pesados con sus vainas. Los desgranamos y procedimos a blanquear los granos en agua hirviente durante solo un minuto; de ahí, inmediatamente, a un recipiente con agua muy fría y un poco de hielo, para fijar su hermoso color verde.

Trituramos la mitad de las arvejas añadiéndoles algo menos de medio litro de caldo de gallina, y repelamos y reservamos la otra mitad.

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Así las cosas, y tras reducir a daditos mínimos un taco de buen jamón ibérico o, en su defecto, serrano, la emprendimos con los huevos. Los cocimos  4 minutos, lo justo para que la yema insinúe su querencia a cuajarse, sin conseguirlo. Con mucho cuidado, los pelamos, es decir, eliminamos completamente las claras, dejando solo las yemas.

Realizadas todas estas operaciones preliminares, a las que hay que añadir la de tostar muy ligeramente varias láminas muy finas de pan, pasamos al acabado. Salteamos ligeramente los guisantes en aceite muy caliente, apenas un chorrito; los retiramos del fuego y les añadimos los daditos de jamón, solo para que adquirieran temperatura sin cocinarse. Cubrimos los fondos de platos hondos con la crema de guisantes, distribuimos sobre esta los guisantes y el jamón, añadimos la yema en el centro y coronamos con la rebanadita de pan. Impresionante.

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Quede claro que en este caso la yema no llega líquida, sino un poco cuajada, pero con una cremosidad deliciosa y un intenso gusto a yema natural.