Qué cómodo resulta protestar por los derechos de quien piensa como uno. Pero ningún mérito tiene, no solo porque es lo que menos podemos hacer, sino porque defender a nuestro “camarada” es una forma de resguardamos nosotros mismos. Los derechos humanos son de todas y todos. De blancos y negros, ricos y pobres, de diestros y de zurdos.

León Febres-Cordero no necesita mentir para llamar la atención. Pues, sea que cabalgue sus caballos o ruja al muñequear su poder, las cámaras de televisión lo seguirán al mismo son que lo sigue la vehemencia del grupo que lo estima y del grupo que no lo quiere.

Fue presidente y secuestrado por un grupo de militares, quienes le pusieron la pistola en la cabeza como a tantos otros ciudadanos se la han puesto; y tal vez por ello, sabe con certeza hasta dónde pueden llegar las intenciones de algunos uniformados subversivos. Aquellos a los que la prensa no acompañó en el cautiverio de esas pretensiones, no pueden contarnos la historia completa, porque están muertos.

Ni los Restrepo ni Benavides obtuvieron auxilio que los salve de la tortura y la muerte, y sus familiares, arrojados a la desesperación, se convierten en compañeros del drama de los que hoy viven el infierno que genera esa “anónima lista negra” que, intermitentemente, se asoma para decirnos que sí existe, y se adhieren al terror con el que se arropan por no tener cómo pagar seguridad personal.

Mataron a Jaime Hurtado, quién sabe si por llamarse de izquierda o por saber demasiado; amenazan a Febres-Cordero, quién sabe por verlo de derecha o por saber de él demasiado; intimidan a periodistas por contar lo que saben y sin que ni ellos sepan si son de izquierda o de derecha. ¿Quién hizo esto? Nadie sabe.

Vergonzosamente, hay quienes se satisfacen de este horror.
“Que sí se lo merece” –cuando se refieren a León–; “que quién sabe con quién andaba”, cuando se refieren a Jaime; y, “quién los manda a arriesgarse”, cuando se refieren a los que suben el volumen de los secretos a voces.

Defender los derechos de aquellos que no siempre actuaron según nuestro criterio, cuesta. Pero es preciso abandonar el silencio solo por el temor a la censura de coidearios, ya que con esa omisión, apostamos por la venganza como fórmula de hacer justicia y evidenciamos que no creemos en la igualdad. Y si eso aún no lo tenemos claro, nos seguirán convenciendo de que nuestro destino es vivir –cual animales– en una selva.

Selva donde seremos presas de francotiradores que lucran de nuestras pieles, y en donde no importa si cazan a leones creyéndose reyes o a hienas traicioneras; a sanguijuelas putrefactas o a aves fénix; o al torpe burro que le dice al convenido conejo, orejón.

Vivir en democracia empieza por exigir que encuentren a los patrones de los sicarios y, una vez capturados, aplicar la Constitución, y no la ley del “ojo por ojo...”, porque si la seguimos usando, como dijo Ghandi, no estará lejos el día en que nos quedemos todos ciegos.