La película, cuya dirección es de Álex Proyas, mezcla los géneros de acción y ciencia ficción.
Los célebres escritores de ciencia ficción siguen siendo una fuente inagotable de ideas para Hollywood. Philip K. Dick, William Gibson, Stanislaw Lem, Michael Crichton, Arthur C. Clarke e Isaac Asimov –por nombrar solo algunos– han llenado una y otra vez el vacío creativo de muchos guionistas incapaces de crear historias verdaderamente originales. Tras el fracaso de El Hombre Bicentenario, la obra literaria de Asimov (visionario autor estadounidense de origen ruso) vuelve al celuloide con una impecable y libre transposición de la recopilación de cuentos cortos publicada en 1950.
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La premisa sobre la que reposa el argumento es la misma: en un futuro no demasiado lejano, los robots han entrado a formar parte de nuestro entorno. Para controlar a las máquinas, los humanos se han visto obligados a crear un código de conducta basado en tres leyes fundamentales: 1) Un robot no puede herir a un ser humano y está obligado a protegerlo; 2) Un robot debe siempre obedecer al ser humano, excepto si, al hacerlo, entra en conflicto con la primera ley; 3) Un robot debe protegerse a sí mismo, excepto si, al hacerlo, entra en conflicto con la primera o segunda ley.
En esta superproducción de 105 millones de dólares no hay ni una búsqueda ambiciosa ni una pretensión de ensayo existencialista como el que sí propusieron cintas como 2001, odisea del espacio, Blade Runner, Inteligencia Artificial o Minority Report: Sentencia previa. Pero el hecho de que se trate de un entretenimiento dedicado al consumo popular no significa que estemos ante una entrega banal. Por el contrario, ciertas contemplaciones sobre la relación entre los robots y los seres humanos, la posibilidad de que las máquinas adquieran sentimientos y emociones y se rebelen contra sus creadores resultan bastante inquietantes y bien desarrolladas.
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Con un héroe de acción carismático como Will Smith (Hombres de negro, Ali) y un director con una pródiga imaginería visual como el australiano Alex Proyas (El Cuervo, Dark City), Yo, robot ofrece dos horas de genuino entretenimiento, más allá de algunos innecesarios gags pensados para el lucimiento histriónico del protagonista y de ciertos clichés que aparecen en la segunda mitad del metraje cuando hay que resolver la trama con pura acción.
Ambientada en Chicago, en el año 2035, la historia arranca con el aparente suicidio de un veterano científico brillante (James Cromwell), creador de una poderosa empresa especializada en diseño de máquinas inteligentes que ha conseguido que uno de cada cinco humanos tenga un dócil y servicial robot en su casa. Se hace cargo del caso el detective Del Spooner (Smith), un policía a la vieja usanza que vive anclado en un pasado traumático. En medio de la investigación, aparece un robot capaz de “sentir” y que no cumple con dichas leyes esenciales que regulan su comportamiento y con las que todos los androides han sido programados.
Por supuesto, este robot, perteneciente a una nueva generación a punto de ser distribuida a miles de hogares, está implicado de forma directa en los hechos. Lo que sigue es un relato colmado de sorpresas y revelaciones, trampas y persecuciones, que Proyas maneja con habilidad para mantener la tensión y el suspenso, mientras también hay cabida para un acertado aporte femenino en la psicóloga robótica (Bridget Moynahan) que ayuda a Spooner. El único objetivo de los protagonistas será evitar que se lleve a cabo un complot donde los robots se subleven y dominen la raza humana.
Uno de los mayores logros de la película es la expresividad que adquieren los robots, especialmente el indomable Sonny. El equipo de efectos visuales trabajó con la misma tecnología de punta que se empleó en El señor de los anillos y en este caso los resultados son nuevamente asombrosos. Así, entre los hallazgos formales, algunas observaciones sociológicas y esa capacidad de cautivar al público que tiene el cine de Hollywood a gran escala cuando está bien elaborado, Yo, robot resulta una agradable sorpresa.