Yo estaba obsesionado con el subjuntivo. Acababa de leer una novela en la que el autor utilizaba el potencial en lugar del subjuntivo, lo que me produjo un desasosiego completamente desproporcionado, como si hubiera sorprendido a alguien cortándose las uñas de los pies con las tijeras de la cocina.

Por lo general, vamos por la calle con un conjunto de pequeñas preocupaciones bailando en el interior de la cabeza como las cerillas dentro de la caja. A veces, si la violencia con que se golpean entre sí o contra las paredes es muy grande, una cerilla o una preocupación se enciende prendiendo fuego a todas las demás. Por fortuna, es muy raro. Lo normal de estas ideas obsesivas es que sean del todo irrelevantes, y que no dejen de serlo aunque nos anuncien el fin del mundo. Si el destino de uno es darle vueltas al producto interno bruto de Mónaco, no podrá pensar en otra cosa, aunque su mujer le esté diciendo por teléfono que ha hecho las maletas para marcharse de casa.

Aquel día, por casualidad, no se estaba acabando el mundo. Al contrario, los árboles tenían pequeñas erupciones adolescentes que anunciaban la proximidad de marzo. Pero yo estaba obsesionado con el subjuntivo. Acababa de leer una novela en la que el autor utilizaba el potencial en lugar del subjuntivo, lo que me produjo un desasosiego completamente desproporcionado, como si hubiera sorprendido a alguien cortándose las uñas de los pies con las tijeras de la cocina.

Intenté no pensar en ello, pero lo cierto es que la preocupación iba de una pared a otra de la caja craneal con una violencia tal que en cualquier momento podía prenderse. Y es que no era solo un problema de aquel autor: el subjuntivo, en general, había desaparecido de la conversación, de los periódicos y de los libros.
Para muchos será una tontería, pero quién se atrevería a señalar lo que es importante y lo que no. A una hermana de mi madre, que siempre había padecido jaquecas sin que los médicos averiguaran el porqué, la operaron la nariz para colocarle en su sitio un tabique desviado, y se quedó como nueva. Quizá, pensé, si fuéramos capaces de colocar los subjuntivos en su sitio, el mundo mejoraba, o nos devolvían Gibraltar, sobre todo ahora que, a juzgar por los movimientos de la savia en el interior de la vegetación urbana, comenzaba una vez más la Creación. En esto, llegué a la cafetería de Príncipe de Vergara donde suelo leer la prensa y pedí un té con limón. En la mesa de al lado había dos hombres de mediana edad que parecían amigos de toda la vida. Agucé el oído en el momento mismo en que uno de ellos decía al otro:

-Pues yo, a tu hija, no la veo desde un día en que coincidí con ella en el autobús, hace más de tres meses. Creo que te lo dije.

Me pareció una precisión excesiva y comprendí que el mundo estaba a punto de acabarse en esa mesa. Milagrosamente, logré aparcar la preocupación por el subjuntivo y me concentré en la conversación de los dos hombres.

-La verdad es que nos tiene muy preocupados –respondió el otro individuo–. Sabemos que sale con alguien mayor que ella, pero no hemos podido averiguar de quién se trata.

¿De quién se va a tratar, imbécil?, me dije para mis adentros. Lo tienes delante de ti. ¿Por qué, si no, ese interés en hacerte creer que no la ve desde hace tanto tiempo?

-Pero ¿creéis que se trata de un hombre que ejerce sobre ella una mala influencia? -preguntó inocentemente el amante de la niña.

-Buena no puede ser, Pedro. Sonia tiene 16 años y estamos hablando de un hombre casado, como tú o como yo, que podría ser su padre.

Seguro que este idiota no sabe utilizar el subjuntivo, me dije. En caso contrario, ya hubiera descubierto el pastel. Me daban ganas de levantarme y decírselo, pero en ese momento el llamado Pedro dijo que llegaba tarde a una cita (con Sonia, sin duda), así que se levantaron los dos y se marcharon. Entonces advertí que el camarero había estado atento también a la conversación y nos hicimos un guiño de complicidad.

-¿Se ha dado cuenta? –pregunté.

-Está más claro que el agua –respondió.

Intuí que se trataba de un hombre culto, pero me dijo que no, que solo tenía estudios primarios y que ignoraba qué cosa pudiera ser el subjuntivo.

-Es un modo verbal, hombre de Dios.

-¿Verbal de verbo?

-Claro.

-El verbo se hizo carne –dijo animado por un reflejo condicionado de corte pavloviano.

-Y habitó entre nosotros –respondí yo, salivando de gusto también, como un animal frente a la comida. Y eso fue todo.

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