Hay algo en lo que están de acuerdo los defensores del futuro Tratado de Libre Comercio que se negocia con los Estados Unidos y los que se oponen a dicho tratado. Ambos bandos coinciden en que el tratado, de aprobarse, causará cambios profundos en la economía, la sociedad y las instituciones públicas.
Nuestro país habrá abierto la puerta para cambios de gran magnitud. Los efectos del tratado serán más significativos que los cambios constitucionales y de gobierno que hemos tenido; y vaya que hemos tenido bastantes.

Claro que hasta allí llegan las coincidencias. Las diferencias comienzan y se ahondan cuando se inquiere sobre las bondades o inconvenientes del tratado.
Para los unos el TLC significa el infierno. El Ecuador prácticamente terminará desapareciendo como país. El tratado nos convertirá en colonia, esclavos y mendigos de la globalización, las empresas transnacionales y el gran capital. Todo quedará extinguido. Nuestras costumbres, nuestra historia, nuestro derecho, nuestros valores. Todo.

Para los otros, el TLC significa el paraíso. Un nuevo y espléndido capítulo de nuestra historia se abrirá. Finalmente las grandes reformas se podrán llevar a cabo. Habrá inversiones, habrá trabajo, subirán las exportaciones, se incrementará el ahorro, se elevará el ingreso y mejorarán las condiciones de vida.
Se pondrá un freno a la arbitrariedad, la inseguridad y la demagogia. Es decir, el país iniciará esa olvidada marcha hacia el bienestar y la justicia.

En medio de estas orillas tan lejanas pasa lenta y cansadamente ese río llamado pueblo. Allí, en la mitad de estas visiones tan opuestas, están los ordinarios ciudadanos de esta nación. De una nación que ve absorta cómo le pasan tantas cosas importantes a este país mientras que buena parte de nuestros líderes se consumen el tiempo en cálculos electorales y chismes de celular.

Si están de acuerdo estos señores en que el tratado causará una verdadera revolución; si tan convencidos están los unos de que nos iremos al infierno con el tratado y, los otros, de que con él tocaremos el paraíso, la mejor salida es preguntarle al pueblo su opinión. Al fin y al cabo es la ciudadanía –trabajadores, desocupados, empresarios, profesionales, jóvenes, viejos, campesinos y citadinos– la que tendrá que vivir con el tratado o sin él.

Para evitar confundir el tratado con la popularidad del actual Gobierno, lo indicado sería poner la papeleta de la consulta junto con las de las próximas elecciones presidenciales. Así, de ser aprobado el convenio, entraría en vigor en enero del 2007. Esto obligará finalmente a nuestros líderes a debatir sobre algo.

El pueblo será más que un árbitro entre estas dos visiones tan opuestas, pues, lo que está en juego no es la suerte de dos tesis sino su propio futuro. La única cosa que sí habrá que advertir es que no vayan a seguir el ejemplo del polémico arbitraje internacional. Una vez que el pueblo se pronuncie sobre el tratado, que no se le ocurra a alguien apelar de esa decisión. Es un gran riesgo ciertamente.
Pero de eso se trata la democracia.