Los años cincuenta fueron pródigos en murales que, como lo habían establecido sus ancestros mexicanos, rememoraban en un solo y enorme panel la historia del país. La necesidad de crear la siempre inalcanzable identidad nacional se materializaba en un conjunto abigarrado de figuras de todas las épocas, incluso de aquellas que solo existen como mitos, y bajo una policromía que resultaba sorprendente para la época. La última expresión de esa tendencia fue la interpretación ingenuamente tendenciosa de la historia nacional que produce tantos malos humores entre los integrantes del Congreso Nacional.

Como corresponde a cualquier nuevo rico que quiera mostrarse como tal, el mal gusto se impuso en la petrolera década de los setenta. Aunque ya no hubo las grandes obras en lugares públicos, el intento de reinventar la historia nacional se expresó en carteles de cuanta reunión nacional e internacional se realizaba en las cambiantes ciudades ecuatorianas. Torres de hierro, engranajes, cascos protectores, chimeneas que soltaban un humo que equivalía a progreso, alguna cara irreconocible pero siempre con la mirada perdida en el futuro y, por supuesto, la infaltable bandera tricolor, se mezclaban en diseños que hacían imposible detectar el mensaje. Era, al fin y al cabo, la nueva manera de buscar los símbolos que unieran a unos habitantes que hasta entonces habían vivido de las puertas hacia adentro y que ahora de golpe y porrazo se encontraban en el mundo.

Los ochenta y los noventa, cargados de crisis de todos los tipos, no fueron los más pródigos que se diga en iconografía pública. Entre las agitaciones para derrocar a un par de gobiernos y las maromas para capear la quiebra financiera, no hubo tiempo para pensar en identidades ni para recordar colectivamente la historia. Cada persona estuvo a lo mucho preocupada de no repetir su propia historia y de asegurarse que amanecería al siguiente día. No había tiempo para preocuparse de cosas metafísicas y mucho menos de la estética.

Los tiempos cambian, y para no dejar en el aire el sinfín de presagios milenaristas, al inicio del siglo se ha vuelto la mirada a la historia, a la identidad, a las figuras emblemáticas y a los dioses salvadores. Ya no es el mural verticalmente colocado, ni es el cartel de corta vida que corre el riesgo de terminar como envoltorio de objetos no santos. Es el cielo –cielo raso, se dirá, pero cielo de todas maneras–, al que se debe mirar desde abajo con unción, respeto, devoción y fervor (quién sabe cuántos sentimientos más cabrán en la humilde mirada que sale del nivel del suelo). Como en las mejores alegorías del Renacimiento, el obediente mortal no tiene sino que mirar y admirar. Pero, a diferencia de aquellas obras que materializaban a dioses, semidioses, héroes y demonios que nadie había visto, oído ni tocado, hemos decidido eternizar desde ahora al Gran Señor de los Cielos Rasos a quien todos televisivamente hemos visto y oído a diario, aunque solo unos pocos hayan sido ungidos con su tacto.