El juicio de Saddam Hussein tendrá el mismo valor histórico, no solo por el destino del dictador y sus más cercanos discípulos, sino también por el futuro de la ley internacional y el respeto a la vida humana. Esto no facilita las cosas a la Corte iraquí en su proceso contra Saddam, de hecho, lo hace más difícil por la gravedad y enormidad del problema que enfrenta.

Los jueces iraquíes que deciden la suerte de Saddam Hussein tienen una tarea difícil ante sí. Están frente a los ojos no solo del pueblo iraquí sino del mundo. Lo que decidan será criticado y alabado. No pueden cerrar los ojos al hecho de que, según una encuesta reciente, el 41% de los iraquíes quiere que Saddam salga libre y el 45% quiere ver que se lo ejecute. Están conscientes, además, de la masiva presencia militar y política de Estados Unidos en su país, y de la triste realidad de que Saddam está bajo control de guardias norteamericanos que con toda certeza no dejarán que salga libre. Pero, adicionalmente, los jueces iraquíes deben estar conscientes de que su propio futuro, no solo política sino físicamente, es incierto. ¿Qué tal si las próximas elecciones llevan al poder a fuerzas políticas convencidas de que los jueces cometieron traición al sentenciar al gran héroe nacional, Saddam Hussein, a muerte? ¿Qué tal si sus cabezas se ven de repente sobre el bloque del verdugo?

Aun así, cualquier cosa que traiga el futuro, algún veredicto y condena llegará para Saddam y sus once discípulos. Viendo la forma en que villanos y líderes rebeldes han sido tratados a lo largo de la historia, uno se impresiona por la variedad de castigos. Los más obscenos y extremos han quedado atrás. Los romanos crucificaban a cualquiera que les estorbara en su camino. En la Europa medieval, los herejes y los rebeldes eran quemados en la hoguera. Mel Gibson en su película Corazón valiente tiembla debido a que, como líder de los escoceses nacionalistas capturado, está a punto de ser colgado, ahogado y descuartizado. Ugh. Esto no va a ocurrir.

Otros castigos no pedían la muerte. Napoleón Bonaparte fue responsable por innumerables guerras de agresión y por instalar monarcas extranjeros poco populares en los países conquistados, lo que provocó genocidios, levantamientos, cientos de miles de muertes, torturas y desalojos. Pero cuando se rindió en 1814, los líderes de la Gran Alianza decidieron que sería más conveniente su destierro a la isla del Elba. Se habían producido demasiadas ejecuciones públicas, decapitaciones y fusilamientos de líderes políticos en el cuarto de siglo anterior. Cuando Napoleón escapó de su isla prisión, regresó a Francia, reunió a sus apasionados simpatizantes y lo volvieron a derrotar en Waterloo en 1815, los aliados nuevamente prefirieron no infligirle la pena de muerte. En su lugar, el ex emperador fue transferido a la remota colonia británica de Santa Elena, en las profundidades del Atlántico Sur, donde guardó prisión hasta su muerte años después. El objetivo político era que Napoleón no regresase, pero que tampoco se convirtiese en mártir.

Esta idea de no conferirle el estatus de mártir a un enemigo derrotado fue aplicada también por el hábil rey inglés Enrique VII, quien llegó al trono en 1485.
El primer monarca Tudor tenía conciencia de que su reinado era precario. Inglaterra había estado envuelta en guerra civil por generaciones y, con toda seguridad, en las primeras fases de su gobierno se intentó un coup d’etat, alentado por gobiernos extranjeros que reclamaban que el trono de Inglaterra les correspondía. El primero de estos levantamientos se dio bajo el liderazgo titular de un Lambert Simnel, pero fue derrotado. Los asesores de Enrique imaginaron la muerte más cruda que fuese posible, pero el inteligente monarca jugó sus cartas de manera distinta. Simnel fue colocado en un arnés y pasó el resto de su vida pelando patatas en las cocinas reales, lo que le convirtió en un hazmerreír y le restó toda pretensión a la dignidad aristocrática. (Lo cual no es mala idea, pero dudo que sea el destino de Saddam).

Están también aquellos, como el académico iraní Amir Taheri, que dicen que Saddam debe ser juzgado por la ley islámica. Esta sería una difícil opción, con toda seguridad, como admite Taheri. Bajo su interpretación más estricta, no se admite la cárcel como castigo (por ello, no pasaría ningún año en Santa Elena, ni en las cocinas de la Casa Blanca). Hay un solo juez y no hay jurado; y no existe la apelación. Si el juez encontrase culpable a Saddam de traicionar la confianza pública, o de asesinato, o de extender la corrupción sobre la tierra, el castigo sería la muerte por decapitación. ¿Lo aprobaría la mayoría de los ciudadanos del mundo actual, por no hablar de los mil millones de musulmanes?

Y aunque la administración Bush es una ardiente defensora de la pena de muerte para los criminales más horribles (castigo que ocurre con mayor frecuencia en el ‘pabellón de la muerte’ de Texas), encontraría una decapitación difícil de aceptar.
Mejor, quizá, las patatas.

El precedente más probable será el de intentar una simulación de los procesos por crímenes de guerra del siglo XX realizados en Nuremberg y en Tokio en 1945 en contra de los líderes alemanes y japoneses derrotados. La analogía es, por supuesto, incompleta. Hitler escapó del juicio público con sus pastillas venenosas, y el emperador Hirohito no fue perseguido. Pero los más terribles líderes de guerra alemanes y japoneses fueron llevados a juicio por sus diversos crímenes en contra de la humanidad, dando total proceso a la ley criminal internacional, y rápidamente sentenciados. Fue un alivio cuando todo terminó. Los culpables habían pagado ciertamente por sus crímenes. Se había enviado el mensaje de que la agresión, los genocidios y otros actos crueles serían castigados por la comunidad mundial (aunque, Dios sabe, cuántos villanos se han escapado de la trampa desde 1945). En un par de años más, la Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada por la mayoría de países.

El juicio de Saddam Hussein tendrá el mismo valor histórico, no solo por el destino del dictador y sus más cercanos discípulos, sino también por el futuro de la ley internacional y el respeto a la vida humana. Esto no facilita las cosas a la Corte iraquí en su proceso contra Saddam; de hecho, lo hace más difícil por la gravedad y enormidad del problema que enfrenta.

Es imposible adivinar cómo juzgará la historia este proceso y su resultado, por lo que la Corte probablemente deberá ignorar ese aspecto y simplemente realizar su mejor trabajo frente a la evidencia y sus propias tradiciones legales, atemperadas por las consideraciones internacionales.

Una cosa, sin embargo, parece segura. Este juicio deberá motivar a cualquier gobernante gangsteril a que reflexione sobre sus propias transgresiones. Lo que le ocurra a Saddam debería poder aplicarse algún día también a los hampones homicidas que brutalizan otros lugares de este bello pero conflictivo planeta.

© Tribune Media Services International.