La gran empresa farmacéutica que inventa una nueva medicina tiene el derecho de recuperar la inversión y obtener una utilidad razonable. Este es un principio de aplicación común en el campo industrial. Quien inventa un nuevo y costoso licor o un más costoso perfume tiene el derecho de explotar su inversión. La señora que quiere vestirse con las sedas más finas y caras, puede hacerlo sin perjudicar a quienes solo pueden lucir un vestido de algodón.

El derecho de la industria farmacéutica por desgracia puede chocar y de hecho sucede contra un derecho inexcusable, el derecho a la vida.

Tomaré el caso más práctico, el sida, una grave y aún mortal enfermedad producida por un virus. La industria farmacéutica ha desarrollado medicamentos que administrados en conjunto pueden salvar la vida de los pacientes, pero son tratamientos que cuestan miles de dólares; el que puede pagar se salva y el que no, muere. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), solo el 10% de pacientes tiene acceso a estos medicamentos. No es preciso estar en la indigencia para no poder cubrir tal costo, son millones de seres humanos de economía mediana que están condenados a la muerte. ¿Cómo es posible que una madre con sida, que ni siquiera sabe cómo fue contagiada, afronte esta situación? ¿Qué hacer con este conflicto de derechos?

Entre los incontables casos que conocemos me referiré solo a uno. Un paciente por perforación del esófago fue víctima de una grave neumonía. Ni los más potentes antibióticos comunes lograron un resultado favorable. El paciente estuvo al borde de la muerte, solo había un antibiótico muy caro para salvarle. En los diez días de tratamiento su familia pudo cubrir más de mil dólares del costo del medicamento. ¿Cuántos pacientes y en forma no prevista, están en posibilidad de pagar sumas crecidas por solo una medicina?

Los gobiernos, reconociendo los derechos de los inventores, les han garantizado la exclusividad de explotación de sus inventos por un tiempo limitado mediante la patente. Concluido el periodo, desaparece la exclusividad y cualquier otro laboratorio puede producir, en este caso el antibiótico o la medicina que fuere, pero a un precio cinco a diez veces menor, pues no tiene que cubrir los costos de la inversión. Es así como las industrias farmacéuticas de los propios países desarrollados y sobre todo de los nuestros, los del Tercer Mundo, pueden ayudar a salvar la vida de millones de pacientes al propio tiempo que pueden desarrollarse tecnológicamente.

Ha trascendido la noticia de que en las negociaciones del Tratado de Libre Comercio (TLC) los Estados Unidos proponen la prolongación de la vigencia de las patentes por cinco años más. Sería cruel y antihumana una medida de esta naturaleza. Sería condenar a los países del Tercer Mundo a cinco años más de impotencia frente a ciertas enfermedades. Sería en muchos casos la sentencia de muerte de millones de desventurados pacientes. No digo que sería un crimen de lesa humanidad, pero sí una imposición, un abuso antihumano.