En el mundo occidental, en principio, todo matrimonio o convivencia se establece por iniciativa de dos, por la libre decisión o voluntad de dos, con la mutua renuncia de ambos a parte de sus respectivas libertades.

Los precedentes que la justicia y las leyes llevan creando durante ya demasiado tiempo son para echarse a temblar, más que nada si se piensa en el interminable camino de disparates que aún les queda por delante. Bien es verdad que se trata sobre todo de las anglosajonas, con el premio gordo de la imbecilidad, el abuso, la ridiculez y la tajada para los Estados Unidos; pero no es menos cierto que sus prácticas y razonamientos –esto último es un decir– acaban por ser imitados en todas partes, con la papanatas España a la cabeza. Me vienen a la memoria casos chuscos de los que me he ocupado en otras ocasiones, como el de aquel ladrón de coches que robó uno en un aparcamiento, salió a toda pastilla, se la pegó contra un árbol, hubo de pasarse meses en el hospital a resultas de las heridas... y un juez admitió su demanda contra el estacionamiento: de haber estado este mejor vigilado, él no habría podido chorizar el vehículo y se habría ahorrado tan graves daños. O aquel de la joven australiana que denunció a su madre porque esta, durante su embarazo de aquella, había fumado o bebido, poniendo a la nascitura en peligro (de mentalidad mezquina no se libró, desde luego).

También fue –es– asombrosa la ley británica que niega o aplaza los trasplantes y la atención sanitaria según las causas pecaminosas de las dolencias. Al ex futbolista George Best, antiguo extremo del Manchester United y alcohólico reconocido, le ponían muy difícil obtener un hígado nuevo por haberse pateado el suyo tan solo por vicio. De acuerdo con ese criterio de “se lo tiene bien empleado”, no habría que gastar un penique –y aún menos arriesgar otras vidas– por curar al piloto Schumacher si se pega una toña en la pista (nadie lo obligó a correr Fórmula 1), ni por rescatar a los montañeros que cada dos por tres se extravían (quién les mandó trepar), ni a los bañistas a punto de ahogarse (a quién se le ocurre ir a nadar), ni por salvar a las víctimas de la carretera en agosto (nadie les impuso largarse a las costas a hacer el parrilla).

Ahora leo sobre otra sentencia en contra de otro futbolista, Ray Parlour, del Arsenal inglés, que ha fallado a favor de su ex mujer, Karen, y lo ha condenado a él a pagarle 610.000 euros anuales, un tercio de su salario, no por aquello de que la señora tenga derecho a mantener el nivel de vida al que se habituó de casada (derecho generalmente aceptado pero muy discutible desde mi punto de vista, sean el cónyuge más pudiente la mujer o el marido), sino en concepto de la “estabilidad” que le dio a Parlour su relación con ella. Esa sentencia se permite dictaminar sobre cosas tan vagarosas e inmateriales –aún diría más: tan incognoscibles– como la imposibilidad de Parlour para haber alcanzado sus éxitos futbolísticos de no haber sido por la benéfica cercanía de Karen y la serenidad que le aportó; y sin eso, además, él no habría sido capaz de superar su gran afición al alcohol y al juego. Los abogados de la señora reclamaban el 50% de los ingresos del futbolista, pero en vista de que la convivencia había durado solo siete años, se conformaban con el 37%, que se les había concedido. Si llegan a convivir veintiuno, probablemente a Parlour no le habría quedado ni para jugar a los dardos.

Uno de los factores esenciales que esta y otras sentencias similares parecen olvidar o no tener en cuenta es que en el mundo occidental, en principio, todo matrimonio o convivencia se establece por iniciativa de dos, por la libre decisión o voluntad de dos, con la mutua renuncia de ambos a parte de sus respectivas libertades, y con la idea inicial de que los dos van a aportarse estabilidad, serenidad, contento, cariño, comprensión, atención, apoyo, ayuda, e incluso algo de amor y sexo si hay suerte, de manera gratuita y libre, por su deseo y sacando ambos beneficio, sobre todo intangible, el cual, por su propia esencia, jamás es cuantificable ni valorable en términos monetarios. Esa sentencia no menciona lo que obtuvo Karen durante esos siete años, en metálico o en prestigio o en aire, es decir, en alegrías y satisfacciones personales. Y resulta que, según el juez, lo que solía ser normal darse entre las parejas, de mutuo acuerdo, tenía implícito su precio en dinero, como si fuera un servicio prestado.

Entre los malos tratos (padecidos principalmente por mujeres), las peleas por los hijos, los rencores frecuentes, el sistemático esquilme del cónyuge más adinerado en cualquier divorcio, y ahora esto, no entiendo a quiénes luego van y se escandalizan porque tal actor o tal actriz haya suscrito contratos de matrimonio previos en los que se estipula hasta el mínimo número exigible de polvos a la semana. Y lo que aún entiendo menos, a estas alturas de la caradura contemporánea, tal como se legisla y juzga, es que todavía haya nadie dispuesto a casarse ni a convivir con nadie.

© El País, S. L.