Según las encuestas, menos del 30% de ecuatorianos apoya la salida de Hernán Darío Gómez. Curiosamente, esa minoría que rechaza al entrenador parece tener, ahora, mayor peso sobre la opinión pública que la mayoría que aún lo apoya.  

El idilio entre el Bolillo y los ecuatorianos en los últimos cuatro años se parece bastante a un culebrón venezolano, en el que el entrenador encarnara el papel de amante caprichoso. Por un quítame esas pajas llegó al borde de la ruptura en varias ocasiones. En las escenas que sobrevenían a esas crisis, la televisión representaba nuestra indefensión y arrepentimiento, nuestros ruegos y sollozos, nuestro miedo a ser abandonados.

Si Bolillo se enojaba y volaba a Medellín, todos los periodistas, desde Roberto Bonafont a Vito Muñoz pasando por el Pocho Harb ponían velas a los santos y hacían examen de conciencia. Fueron ellos quienes nos convencieron  de que los ecuatorianos no éramos nada sin el técnico colombiano. Este, con el beneplácito de una televisión que no osaba contradecirle por miedo a que tomara el primer avión a Medellín, se sirvió de esa suerte de chantaje emocional para renegociar sus contratos. Y el ecuatoriano de a pie, fanatizado por su Selección y convencido de que solo Bolillo podía llevarnos a la victoria, vivía de sobresalto en sobresalto, pegado a la TV.

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Al parecer, esa tempestuosa relación toca a su fin. La gente dice: que se vaya, no importa, que se lleve a Giovanni Ibarra y no regrese. Y los periodistas se plantean, por primera vez en cuatro años, la posibilidad de un Ecuador sin Bolillo.
¿Por qué no? Solo el equipo de Canal Uno, sin otro argumento que su propia emotividad, mantiene intocada su fidelidad al “líder”, el “gran estratega”, el “amigo entrañable”, el “hombre que nos ha dado tantas satisfacciones”. ¿Bastará para retenerlo? El secuestro emocional por TV precisa de la participación de todos los canales o ninguno.