Hay una figura fascinante dentro de la historia de la Independencia de América. Una figura que aún pasados los siglos sigue prendiendo la llama de la polémica.

Una figura que por mucho tiempo la historiografía oficial intentó ocultar o a lo sumo minimizar, estigmatizándola solo como “la amante de Bolívar”. Ella contrasta notablemente con la descripción que hacen de Bolívar sus biógrafos como “Héroe máximo, inmune a la censura, resistente a las críticas, impermeable a la condena y carente de vicios”; en cambio, la figura de Manuela ni el tiempo la ha respetado pues aún sigue despertando suspicacias, difamaciones, calumnias, epítetos, el menor de ellos: ramera; todo porque en una época de negación de los valores femeninos se atrevió a anteponer los derechos del corazón y de sus ideales a la tradición de un matrimonio arreglado y sin amor.

A Manuela parece que el dolor y el escándalo la persiguieron mucho antes de nacer, signaron su vida. Su destino, desde el nacimiento estaba trazado. Los astros parecen haberla condenado a una vida azarosa, incierta, novelesca, a ser centro del ensañamiento y el prejuicio de la gente. Manuela nació en el Quito conventual de 1797 como hija de una unión prohibida entre un realista juez español casado, Simón Sáenz, y una dama de familia respetable, María Joaquina Aizpuru. Su condición de bastarda en aquella época clerical la marcaría para siempre, la haría una rebelde. Cuando adolescente fue expulsada del convento en donde estudiaba, viajó entonces a Panamá. Allí conoció a un adinerado comerciante inglés, James Thorne, con quien se casó, radicándose en Lima. Es en esta capital en donde empezaría a demostrar sus ideales libertarios mezclándose con los patriotas, conspirando a favor de la independencia, en marcada oposición a Thorne, quien era monárquico. Tan abierto era su activismo político que incluso logró que su medio hermano José María Sáenz, capitán del Regimiento de Numancia del ejército realista, se pasara a las filas de los patriotas y arrastrara consigo a los oficiales de la unidad. Por estas intervenciones fue condecorada con la más alta Orden que el Perú revolucionario concedía: La Orden de Caballeresa del Sol. Todo esto antes de conocer a Bolívar, pues la relación de ellos solo duró ocho años y la vida de Manuela, antes y después de Bolívar, estuvo signada por su compromiso con la causa independentista, ella afirmó: “Mi país es el continente Americano. He nacido bajo la línea del Ecuador”.

Manuela anota en su diario que en los preparativos para la Batalla del Pichincha, ella se había ofrecido voluntariamente a colaborar como un soldado más, para tomar las armas y alcanzar la independencia de Quito. Allí organiza un operativo para conocer las posiciones, estrategias y fortificaciones del enemigo, también participa en la ayuda a los heridos. Ya convertida en una activista patriótica es que conoce al Libertador, cuando este hizo su entrada triunfal a Quito y sus miradas se encontraron en un hechizo memorable de amor y libertad. De ahí para adelante la arrojada, la audaz, la valiente Manuelita caminaría paso a paso con Bolívar, convirtiéndose en su aliada y compañera. Ayudándole, apoyándole, averiguando las intrigas que se tejían en contra del Libertador, salvándole varias veces la vida, participando vestida de militar en algunas batallas hasta el extremo que Sucre solicita a Bolívar que le otorgue por su valentía el grado de Coronel.

A la muerte de Bolívar siguió conspirando y fue proscrita por considerársela peligrosa, terminó su vida desterrada en Paita. Cuando murió, los espíritus gazmoños la enterraron fuera del camposanto. Siglos después, Neruda le escribió este epitafio: Esta fue la mujer herida:/ en la noche de los caminos / tuvo por sueño una victoria:/ tuvo por abrazo el dolor:/ Tuvo por amante una espada...