Igual que usted y yo, los discípulos no estaban vacunados contra la ambición desordenada: querían ser tomados más en cuenta que ninguno. Solo después de la espantosa humillación que padecieron al haber dejado solo a su Maestro cuando más necesitaba de su compañía, comenzaron a intuir que la humildad es la virtud fundamental del seguidor de Cristo.

Y solo cuando descendió el Espíritu de Amor para cambiarlos en pilares de la Iglesia, solo tras Pentecostés, comprendieron por completo la humildad.

Hoy nos los presenta el evangelio en la misa de Santiago Apóstol, patrono en general de Guayaquil y en especial de la familia arquidiocesana, preocupados por asegurarse los primeros puestos en el reino que Jesús estaba predicando.

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Primero son Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, quienes maniobran con astucia para que su madre se los pida descaradamente. Pero luego son los otros diez los que, indignados porque los hermanos se han anticipado sorpresivamente, también hacen patente su ambición.

 Por ello, una vez más, Jesús se vio obligado a subrayar la senda que conduce al primer puesto: “El que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero entre vosotros, sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Cf. Mateo 20, 20-28).

 Es asombroso que Jesús haya venido al mundo para ser nuestro sirviente, para servirme a mí y a usted. Y también es asombroso que el servicio a los demás, después de veinte siglos de la Encarnación del Verbo, sea tan poco entendido, casi nada practicado y absolutamente nada ambicionado.

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Ciertamente las empresas de servicios, procurando la expansión de sus negocios, han logrado aminorar la mala fama del servicio. Pero al poner la mira en sus ventajas puramente humanas, han contribuido a oscurecer la verdadera esencia del servicio a los demás.

Porque servir a cambio de unas platas, de unos agradecimientos o de unas condecoraciones, no es  propiamente servir: es hacer una inversión –la del servicio– para lograr una ganancia humana que se estima ventajosa.

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El verdadero servicio, el que Jesús enseña y el que nos hace grandes, no busca nada a cambio en esta tierra. Más aún, intenta conseguir un aparente imposible: que ni siquiera la persona a quien se sirve se de cuenta del servicio que recibe.

Los expertos en servir que son los santos, aseguran que es posible conseguir este servicio perfecto; que con la gracia y la práctica se adquiere el arte de servir a los demás como Jesús.

Y los mejores servidores de la historia, la Virgen y San José, así fue como sirvieron. Por eso fueron los más grandes entre todos.