Ni en las épocas de mayor austeridad ni en las de duelo, se prescinde de las fiestas. A ninguna autoridad se le ocurría tamaña decisión contraproducente y antipopular. El calendario señala con su rigor indeclinable que julio y octubre marcan el tiempo festivo de Guayaquil. Más todavía cuando respiramos aires de constante transformación y adelanto urbano en materia de obra tangible.

La fiesta está enclavada en el corazón de la humanidad. Constituye el indispensable balance de lo arduo y esforzado de la vida. Mientras el impulso laborioso ha levantado civilizaciones y ha creado culturas en esa ardiente lucha contra el tiempo, nuestro lado lúdico y dionisiaco se recrea en las acciones aparentemente inútiles de la celebración y el festejo. Pero ocurre que soltando las riendas del reloj y cerrando los espacios del trabajo, tomamos camino hacia el territorio del descanso y del placer.

Ocio legítimo es el que corona la jornada de los deberes cumplidos, el que se busca como pausa restauradora de unos modos de vida que nos aplastan y están fuera de nuestro control. Que cada uno conozca y practique la actividad que lo restituye, renovado, a los horarios habituales, es una forma de sabiduría. El problema empieza cuando “las fiestas” se regalan a la comunidad como paliativo de un estado de cosas insuficiente e injusto. O cuando el ciudadano las anhela para ahogar en alcohol y juerga las frustraciones de un estrecho esquema de sobrevivencia cotidiana.

No quiero opacar con estas líneas ni un destello de las rutilantes estrellas de la festividad juliana. Solamente reparo en que es duro confrontar la contradicción constante entre las grandes iniciativas de nuestra alcaldía, de las empresas y centros culturales que nos han ofrecido nutrido programa en este significativo mes, con la realidad de un país estancado, reducido, engañado, por un gobierno que nos ofreció toda clase de soluciones. ¿Celebramos a Guayaquil a pesar de la angustiosa espera de los jubilados y de las manipulaciones arteras de quienes quieren dividir la lucha más sólida de los últimos tiempos? ¿Descuidamos la jugarreta del TSE que intenta, sin atribución alguna, cambiar la ley de integración pluripersonal de las listas para las próximas elecciones? ¿Reventamos la cohetería en honor de la querida cuna pese a que la inseguridad llena de nuevas víctimas las calles y los hogares? ¿Nos olvidamos de que la familia Silva Valle –solo para mencionar un caso– enterró a un miembro de 22 años porque tuvo el infausto acuerdo de recibir a una pariente en el aeropuerto?

Todo esto y mucho más ocurre durante el mes de julio y cuando se piensa en ello el festejo se desluce, la fácil alegría de paseos y actos conmemorativos nos parece propia de egoístas e irresponsables. Pero cuando digo estas cosas en voz alta, algunas amistades me corrigen con el argumento de lo imposible del bienestar general. Guayaquil va hacia adelante, dicen los optimistas, y yo lo deseo vehementemente. Ojalá pudiera integrarse a la celebración cada uno de los habitantes de esta esforzada, herida, esperanzada y muy amada ciudad.