Una ciudad donde a las cosas se las llama por su nombre y a los nombres se los pronuncia en razón de las cosas que hacen quienes los llevan. Donde no se conoce la trampa del protocolo, así que un buen beso o un buen apretón de manos se dan desnuditos de etiquetas y solo cuando salen del corazón.

Reconocida como la ciudad que empieza a ser amada nuevamente y que renueva su fuerza de guerrero cerrándole sus puertas a todo intento foráneo de usufructuar de su trabajo.

Rodeada de agua dulce y salada, una más cerca que otra, esconde la pujanza con la que bautiza a sus hijos y los inmuniza frente a toda forma de sumisión. Sea porque es eterno el hecho de que en su tierra se lanzó el primer grito de independencia o sea porque no pare hijos que sean capaces de saberse vivos si no se saben libres.

Una tierra que en concubinato con el Sol le recuerda a los suyos el sudor que es menester saborear para conquistar el pan de cada día y les aniquila la posibilidad de adquirirlo a costa del sudor ajeno. Que alberga gente de empuje, franca, abierta y directa, que elige vestirse del poder que genera el blanco de la paz y del celeste cielo de su amabilidad, para espantar al color cobarde y armado del opresor.

Una tierra que acoge gente que habla en voz alta, que no anda por las ramas y que prefiere correr el riesgo de no ser ceremoniosa en lugar de no ser escuchada.
Anfitriona por excelencia, porque al hacer suyos hijos ajenos no les mira el color de la piel, sino que amorosamente los absorbe y los convierte en parte integral de esa dinámica briosa que, al pie de un río, se esfuerza por un mañana que no viene regalado.

Una gente que no solo dice amar la diversidad sino que la alaba, pues erguida al nivel del mar creció con una visión sin límites, que la empuja abocada por el reto misterioso del océano; y que se presenta al mundo, cual perla –en sus puertos–, para ser descubierta.

Donde hay ricos y pobres, como en todo el mundo, pero es una tierra donde ricos y pobres saben con certeza quiénes son los hacedores de dineros buenos y quiénes son los hacedores de dineros malos. Diferencia que puede encabezar la minúscula lista de cosas que no se perdonan.

Tierra que le regaló la vida al ruiseñor que cantó los versos de aquel que llamó “Señora” a la muerte, y que a sus veinte años, devorado por la pasión, se rindió ante “Ella” dejándonos en nuestras manos la seda de su poesía que palpitará –burlándose de la tumba– en lo más hondo de nuestros huesos.

Pertenecer a Guayaquil significa llevar en el alma la nobleza de esa madera huancavilca que nos hace reacios a regalar nuestro futuro a quien no lo construye junto a nosotros, y que nos dice que bajar la cabeza solo es permitido hacerlo ante nuestro Creador.