El reciente fallo del tribunal arbitral que conoció del reclamo de una empresa petrolera contra el Gobierno era de esperarse. Pocos realmente creyeron que una corte imparcial, ajena a las presiones políticas locales, iba a encontrar que la conducta del Estado ecuatoriano en este caso no significaba una violación al Derecho. En más de un foro se dio por descontado que el reclamante iba a prevalecer.

El daño al país ya está causado, en todo caso. Ojalá que no se agrave más este perjuicio tratando ahora de recurrir a subterfugios para incumplir con una decisión que es inapelable y definitiva. Cierto es que esta práctica de incumplir los fallos cuando le son desfavorables está muy arraigada en el sector público. Pero es una práctica que debe terminar. La ya deteriorada imagen del Ecuador en materia de legalidad se vería empeorada de persistir con esta actitud.

Lo que acaba de suceder, por el contrario, debería abrir un espacio de reflexión, y con cierta esperanza de hasta rectificación. Ante todo, este episodio comprueba, una vez más, que la inseguridad jurídica tiene un costo. No nos referimos únicamente al costo que significará ahora devolver a la petrolera, y a las demás con iguales reclamos, los impuestos indebidamente cobrados. Ni del costo que habrá significado la contratación de abogados y otros gastos. Que ya de por sí es bastante. Se trata del costo que el país sufre por las inversiones que no vienen, de aquellas que prefieren ir a una Colombia en guerra que venir a nuestro país. Se trata del costo para el Ecuador en su reputación internacional y su prestigio.

Lo sucedido nos enseña también que eso de violar contratos, de irrespetar la ley, de tratar a los inversionistas como si fuesen niños bobos al margen del principio de la buena fe, todo ello es jugar con fuego. En su momento los responsables por estos actos reciben el aplauso de muchos, su patriotismo sube por ascensor, y su nombre parece llegar a los altares de la santidad (...más de uno termina de candidato a algo). Aunque claro que el costo de esta farra la termina pagando luego la ciudadanía, como está visto.

Resulta absurdo que se eche la culpa de lo sucedido al hecho de haber aceptado que el conflicto sea resuelto por medio de un arbitraje internacional. No solamente que el Ecuador ha dado ya su consentimiento a la jurisdicción arbitral internacional en más de una docena de tratados –con lo cual no se necesita de su “permiso” para ser demandado– sino que ese no es el problema. El problema yace, y desde hace décadas, en esa atmósfera circense con que el Estado aborda muchas veces sus relaciones con los inversionistas. Hoy se les dice una cosa, mañana otra, la próxima semana se cambia todo, al siguiente mes se vuelve a cero, después de un año otro cambio llega, y así por el estilo.

Y todo ello, según la conocida frase, “en defensa de los caros intereses del Estado”.