Me apresuro a indicar que el adiós de Ingmar Bergman al que me refiero es al teatro, según información que leí en este Diario, pues del cine se despidió hace unos quince años, quizá ya con la idea de que el cine “es prostíbulo y matadero”, según ha declarado al anunciar este último retiro.

No se trata de un adiós a la vida, pese a los 86 años cumplidos, sino a una labor de cerca de setenta años que comenzó y ha terminado en el teatro, pero que la universalizó con el cine del que sin duda es la última gran figura directriz viva o, lo que es lo mismo, el primero de los grandes directores que aún subsisten.

Ya había visto El silencio y  Persona, entre otras grandes obras suyas, cuando hace unos 35 años asistí en Buenos Aires a un ciclo de cinco o seis de sus primeras películas. Después seguí aquí y en París otros trabajos con su firma, siempre sorprendido por la profundidad analítica con que se refería al espíritu femenino y en general a los temas que de modo personal le fascinaban.

Antes, y más allá de Antonioni, Bergman fincó en la mujer, como figura protagónica de sus filmes, una mirada aguda, escudriñante e irritante, terrible unas veces, sin parangón en la cinematografía mundial, al extremo que en las citadas películas y también en El manantial de la doncella, Como en un espejo, La hora del lobo, Vergüenza o Gritos y susurros el hombre es personaje inexistente o, si se quiere, un objeto –precioso o no y más bien de índole sexual– en un mundo de plenitud femenina.

Director de actores, y en su caso particular director de actrices, trabajó, sin excepción, con las ya consagradas o descubiertas figuras de las cinematografías sueca y noruega, alguna de las cuales, Liv Ullmann, llegó a ser su esposa, hecho no sorprendente si se tiene en cuenta que se casó cuatro o cinco veces en una especie de tradición amatoria que en Suecia tiene el antecedente de Strinberg.

Si entre el 50 y 60 trabajó intensamente en el cine, entre películas se dedicó a las puestas en escena y a la escritura de textos como Linterna mágica e Imágenes, sin olvidar que Bergman desde siempre escribió sus guiones.

Ahora cabe preguntar: ¿por qué sus declaraciones adversas, con el sentido de repudio absoluto para el cine? Es, creo, el sentir de alguien que piensa y ama el teatro talvez más allá de lo que confiese, y que en este punto se puede vincular con declaraciones que años atrás hiciera Vittorio Gassman, quien sin ningún tapujo precisó que hacía filmes –e hizo magníficas interpretaciones en algunos de ellos– para subvencionar el trabajo de su compañía teatral.

Creo entender que el anatema de Bergman es contra un tipo de cine actual, el cine que satisface la diversión, la gratuidad, un deseo de sorpresa que la gente ya no encuentra en la vida, por serle esta prosaica y anodina. Sabe que cierto cine de hoy es ni más ni menos una inversión millonaria que busca conseguir réditos igualmente millonarios. En suma, que es un hecho comercial por ser un producto industrial según la concepción de Hollywood.

Ciertamente que las películas que tratan de la condición humana no tienen que ser espectaculares o disponer de efectos especiales. Pero también el cine de hoy, salvo excepciones, es timorato en el planteamiento de contenidos de índole del ser, de sus vicios y defectos, de sus limitaciones y proyecciones. Comprendo el pesar de Bergman de que haya poco o ningún espacio para tratar lo propio.