Carmela Paredes luce la banda que la acredita como Reina de la Tercera Edad. Por eso se la distingue fácilmente cada vez que las cámaras hacen su habitual paneo sobre el grupo de los jubilados que se mantienen en vigilia y ayuno en el edificio Zarzuela del IESS, al norte de Quito. De todas las reinas y señoritas Simpatía y Confraternidad que pueblan este país y declaran, ante los micrófonos de la televisión, su firme vocación de ayuda a los ancianos, ella es, que yo sepa, la única que ha sido vista en el lugar.

Jorge Ortiz invita a doña Carmela y ella acude con la banda azul y roja que le impusieron la noche de su elección. Frente a las cámaras, se pone de pie y camina con naturalidad. La banda que cruza el pecho de la anciana confiere a la escena un toque surrealista y sugiere una pasarela absurda y dolorosa. Porque Carmela Paredes no está desfilando, sino que trata de demostrar a los televidentes que su estado físico es normal, que todavía puede seguir en vigilia y en ayuno: “Quiero que me vean –declara mientras se levanta de su silla–. Estoy estable”.

Las imágenes de la lucha de los jubilados son tan poderosas, que la televisión apenas si puede con ellas. A los reporteros se les parte el corazón visiblemente, sin que lo puedan evitar. Pero la racionalidad informativa les manda no hacer nada y abstenerse de tomar partido mientras los especialistas (contadores, actuarios, etcétera.) no tomen sus decisiones, acaso para solucionar la vida de los huelguistas, acaso para sacárselos de encima.

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La TV se traga las lágrimas y continúa con la rutina noticiosa, es decir, contando los muertos. Ante su impotencia política, ejerce el servicio social como un sucedáneo. Si la justicia es un problema de econometría (ni siquiera de economía), no se saca nada pidiendo justicia para los jubilados. Basta con pedir suero oral y frazadas. Justicia no tendrán, pero que nadie diga que no tenemos una TV solidaria.