¿Existirán en la tierra personas que no lo hayan experimentado? ¿Es posible aturdirse en fiestas, farras, ocupaciones de cualquier clase para poder eludirlo? ¿Tenemos tantos amigos como lo creemos o son realmente pocos los que podríamos despertar a las tres de la madrugada para que resuelvan un problema nuestro? ¿Somos realmente amigos o simplemente compañeros a la hora de la bonanza?

La soledad no avisa cuando llega. Puede sorprendernos cuando nos embriagamos entre muchedumbre en la desatada fiesta. Se cierran los compartimentos del corazón como las compuertas del submarino; nos hundimos en aguas profundas porque la vida se nos viene encima con alguna carga de desencanto.

Las mujeres más hermosas, los artistas más cotizados no pueden escaparse cuando les llega el reencuentro con sí mismos, lejos de los aplausos, el fervor popular, la histeria colectiva. El silencio es para el oído como la oscuridad para los ojos. Marilyn Monroe dijo: “Lo malo del éxito es que no puede uno acurrucarse junto a él durante las noches de invierno”. La soledad es la negación de la vida. Asoma de pronto la criatura que fuimos, así como en la película de Gibson, cuando María recuerda, frente a Jesús hecho leña, al chiquillo caído que llora por una ayuda. Podemos tener veinte, treinta, sesenta años: una noche cualquiera vuelve el llanto del niño sin apoyo extraviado en medio de un sueño. El amor no es siempre puntual a la hora de la cita programada. Por capricho decide no presentarse; nos quedamos frente al reloj cuyas manecillas aceleran o retrasan su ritmo según el vaivén de nuestros estados anímicos.

Estar solo es agarrarse de un cirio en alguna iglesia, ver cómo se va derritiendo nuestro anhelo, ir corriendo detrás de nuestra alma como lo hace el perro cuando juega con su rabo. Tenemos pavor de quedarnos en la calle sin recordar la dirección donde nos espera el plato de sopa, el simple te quiero. La peor soledad es aquella que no puede ser compartida, la sed que nadie más puede calmar, la ternura que gime en un rincón. Es la cita con el espejo donde nuestros ojos se enfrentan con sí mismos anhelando reconocerse, la caída al vacío que nadie logra detener. Nos convertimos en nuestro propio enemigo. Después de alcanzar la nueva juventud que otorgan los años cuando cosechamos ilusiones, sentimos que el frío congela el alma, la inmoviliza en una pregunta sin respuesta. El solo remedio es insistir en el amor, regarlo por costumbre, perdernos en los ojos de la gente, salir de nuestro propio corazón, dejar la llave adentro para no tener más ganas de volver, brindar nuestro afecto a los cuatro vientos sin esperar nada, fundir con recuerdos nuevas monedas.

Definitivamente, el peor abandono es no tener a quien nos espere cada noche, como vivió pendiente de nosotros la madre que se fue y nunca volverá. Llega la hora de asumirnos mas no siempre tenemos la debida valentía. Hay mutilados del amor que sienten todavía correr la sangre en el brazo que perdieron. Hay sillas vacías que guardan para siempre la huella de una presencia.