Nadie puede negar que la lectura es una actividad solitaria. Cuando alguien se asoma por encima de nuestro hombro a la página que absorbemos, nos sentimos violentados, invadidos. Y a pesar de que hay lectores que dominan el arte de la concentración en medio de un transporte público, zarandeados por el vaivén y por la música bullanguera, la burbuja invisible que defiende el mundo imaginario confirma la contradicción aparente de ese acto de soledad.

Pero una vez que se cierra la última página de un libro... ¡qué honda necesidad de compartir!, ¡qué aluvión de ideas se precipita a la boca en busca de conversación! Encontrar a las personas idóneas para ese diálogo es la complementación perfecta al nunca suficientemente elogiado placer de la lectura.

Ratifico estas verdades al acompañar, ocasionalmente, a diferentes grupos de lectura que existen en la ciudad. Uno de ellos –identificable, nada más, como Club del Libro Nº 3– está de fiesta: cumple veinticinco años de gozar de esa existencia casi virtual, la de las instituciones, de las personas espirituales. Los grupos desarrollan personalidad propia, crean una cultura de lenguaje común, de experiencias concretas, que nos hacen pensar en vínculos tan poderosos y sugerentes como los consanguíneos. Lo cierto es que el Club del Libro Nº 3 se ha reunido año a año mensualmente y ha vivido los avatares de todo núcleo colectivo: la entrada y salida de sus participantes, la toma de decisiones, las necesidades organizativas, el ejercicio de la tolerancia, del juicio personal, del respeto por la opinión ajena.

Con los grupos ocurre como con las personas: acumulan historia. La cantidad de obras leídas debe atesorarse en la memoria, así como a los testimonios de los diferentes dialogantes que lo visitaron, como los contextos que rodearon cada consumo, como las conclusiones que hicieron indeleble un contenido. Sé de grupos que hacen minuciosas actas, que llenan archivos de resúmenes, información investigada, opiniones propias y ajenas. Otros mantienen proximidades entre varios para intercambiar ideas y algún proyecto conjunto. Sin embargo, en Guayaquil todavía no se ha llegado a la hazaña que realizaron grupos homólogos de Quito, cuando en 1999 (y en el mismo mes de marzo de dolorosa recordación económica para nuestro país), la organización conjunta de todos los clubes llevó a cabo el Encuentro de Escritores Mitad del Mundo que trajo al país figuras como las de Rosa Montero, Antonio Skármeta, Susana Tamaro.

Resulta cierto que cuando se ama la lectura y se ha hecho de ella una práctica fundamental de vida, todo lo que esté más allá de leer es accesorio. Pero vivimos en un mundo que ha destruido fronteras y ha acercado sus territorios, en este mundo los escritores se nos presentan como seres mucho más vivos que nombres sobre portadas de libros o voces encubiertas por las ficciones. Por eso atrae oírlos, charlar con ellos, coleccionar autógrafos. Buena plataforma para los autores ecuatorianos son estos grupos que han buscado proximidad con ellos: ya no solo quedan al azar de la elección del profesor de colegio que incluya sus nombres en el programa. Eso acaba de pasar en el Club Nº 3: dialogar con Alicia Yánez Cossío, Aminta Buenaño y Raúl Vallejo bajo la mediación de Carlos Calderón, fue una manera de celebrar esos loables veinticinco años.