Los últimos acontecimientos denunciados sobre ciertas actividades de fragatas de la marina estadounidense sobre naves comerciales ecuatorianas demandan una aclaración urgente. Que los hechos hayan ocurrido en aguas que el Ecuador reclama como propias, o en aguas que los Estados Unidos reconocen como internacionales, o en aguas que tanto el uno como el otro las consideran internacionales, es lo de menos. Lo grave son los actos que habrían ocurrido: la destrucción de naves particulares. Tampoco interesa si estas naves se dedicaban al transporte de atún o de emigrantes ilegales. Lo cierto es que tales actos son ilegítimos, violatorios del derecho de propiedad privada. Y obviamente una ofensa a la soberanía del país, o lo que queda de ella.

Este grave incidente debería servir de oportunidad para que revisemos nuestra absurda e incomprensible posición de quedarnos al margen del único régimen jurídico internacional que regula los océanos: el tratado del derecho del mar. Dicho régimen está vigente desde 1994, año en que entró en vigencia dicha convención suscrita en 1982, luego de tres décadas de complejas negociaciones. En su última fase, la convención significó probablemente uno de los pocos logros de los países en desarrollo, del llamado Tercer Mundo, en su afán de poner un poco de equilibrio en sus desajustadas relaciones con las naciones desarrolladas.

En la actualidad 145 naciones forman parte de la convención. El régimen por ella creado ha desarrollado una red de reglas –muchas de ellas basadas en principios de larga data–, instituciones y jurisprudencia de enorme importancia.
Incidentes como el denunciado tendrían en este régimen los canales multilaterales adecuados para su procesamiento.
Pero, lamentablemente, el Ecuador optó por quedarse al margen de la convención. Habiendo sido una de las naciones que lideraron una posición firme con respecto a los derechos de explotación económica en el mar, terminó perdiendo el tren al no saber flexibilizar su original planteamiento territorialista. Hoy virtualmente todos los países en desarrollo costeros forman parte de la convención.
Lo son también muchos países industrializados. Si bien los Estados Unidos se han negado a ratificar el tratado, su posición ha ido cambiando notablemente. El Comité de Asuntos Exteriores del Senado acaba de recomendar por unanimidad al Senado su ratificación.

Nuestro país bien habría podido estar ocupando en la actualidad un rol de liderazgo dentro del sistema que se ha venido desarrollando en el marco de la convención durante las dos últimas décadas. Lamentablemente la politiquería interna venció al sentido común. La historia de siempre. La de un país donde más importante es aparecer como patriota que construir una patria.

Pero convención aparte, la denuncia de los incidentes no deja de preocupar.  Especialmente porque sería un pincelazo más en ese cuadro de mal gusto que se viene pintando desde hace pocos años: el de nuestras relaciones con el gran país del norte. A veces parecería que con la entrega de la Base de Manta a los Estados Unidos terminamos entregando algo más que unos cuantos kilómetros de nuestro territorio.