El Congreso dispone únicamente de esta semana para definir las condiciones en que deberán realizarse las elecciones de octubre. Antes de que el Tribunal Supremo Electoral realice la convocatoria debe existir una fórmula para la asignación de puestos y una ley que regule el gasto electoral. La primera desapareció cuando, por pedido del PSC,  el Tribunal Constitucional derogó la que se venía utilizando.
La segunda, al fijar montos absurdamente irrisorios, es una incitación a la burla. Ambas son fundamentales para garantizar la limpieza y la transparencia de la elección. La una porque define el destino del voto de cada persona. La otra porque establece el peso que puede tener el dinero en la campaña. Son dos instrumentos básicos del acto central del proceso democrático, especialmente cuando rige un sistema de votación por personas y cuando los medios masivos de comunicación son cada vez más importantes en la difusión de rostros y programas.

Si no se establece una fórmula, la asignación de puestos deberá realizarse de acuerdo a los votos obtenidos por cada persona y no por la suma de la lista. La consecuencia más visible, pero no la única, es la personalización de la política con su carga negativa de prácticas clientelares y de fomento del caudillismo. Junto a ese efecto se sentirá el desgaste de los partidos que perderán cada vez más su función de instituciones fundamentales e insustituibles de la democracia. Menos evidente a primera vista, pero de similar importancia, es el alto número de votos que se pierde con el sistema de votación personalizado y con la asignación de puestos por orden individual de llegada. La proporcionalidad entre votos y puestos simplemente no existe y el elector no se siente reflejado en los resultados. Como resultado, las elecciones se vuelven menos atractivas y la representación pierde legitimidad.

Así mismo, si no se fijan montos adecuados y realistas –no los absurdos niveles que están establecidos en la ley vigente– tenderá a imponerse el mercado de la imagen y el eslogan. Más grave aún, el dinero definirá los destinos políticos y cobrará con altos intereses los réditos de una acción vista como inversión y no como apoyo a ideas o a programas. Sin esos controles se filtrarán fácilmente los billetes que necesitan ser lavados para que sus poseedores ingresen a los medios formales del mundo económico y financiero. En fin, aunque parezca tarea de titanes, hay que evitar que el dinero sea el gran elector.

La ausencia de las dos regulaciones –a las que cabe añadir la de las cuotas de participación femenina– puede viciar el proceso electoral en su totalidad. La oscuridad en la manera de asignar puestos y la vigencia de una ley de gasto electoral que está hecha para quebrantarla serán las fuentes de impugnación de los resultados. Pero el Congreso no ha mostrado interés en estos temas. Ello no obedece a negligencia y descuido sino a cálculos de corto plazo de partidos cuya ambición de triunfos inmediatos se transforma en vocación incomprensible por el suicidio.