Aquel evangelizador levantaba la voz, denunciaba, condenaba, maldecía, sentenciaba, vituperaba, perseguía con tono mordaz a pecadores, nefandarios, sodomitas reincidentes, discípulas de Sapho, adúlteros relapsos. Llegó a conocer cada esquina, cada calle, cada plaza. Utilizó bocinas, altavoces, equipos estrepitosos para que la palabra del Señor se volviese trueno. Una vez cumplida su misión, decidió llevar su mensaje a otros lares. En el camino, descubrió que su vida había sido una sarta de errores, pecados inconfesos, deseos lúbricos. Volvió a leer la Biblia, se golpeó el pecho, vistió cilicio, aquella faja de cerdas o púas que facilita la mortificación. Después de recorrer incontables kilómetros, alcanzó una metrópolis desconocida, cambió el tono de su prédica, pulió su homilía, modificó el sermón:

“¡Que aquel que nunca pecó, tire la primera piedra!”.

De inmediato, diez mil, cien mil manos se alzaron, lo sepultaron bajo una lluvia de pedruscos. Había llegado, por equivocación, a la ciudad de los justos.

Antaño se calculaba el tiempo según la habilidad humana en el arte de tallar o pulir piedras. El mar lo hace sin esfuerzo, pero con suma paciencia. Las gotas de agua, con implacable testarudez, perforan la roca más desafiante. Demóstenes se puso pedroches en la boca para vencer problemas de elocución. Llegó a convertirse en orador.

Henry Troyat habla de aquella viuda que no lograba decidirse entre el dolor que llevaba al seguir el funeral de su esposo y la molestia que le causaba un pedacito de sílex metido en su zapato. Desde la piedra con la que una campesina trituró semillas, pasando por el molino que machacó trigo, se llegó a los diamantes, incapaces, a pesar de su valor, de aplacar el hambre de la humanidad:
esmeraldas, zafiros, turquesas, rubíes, gama de vanidad o soberbia. Leemos de pronto que una mujer lleva en un cóctel alhajas suntuarias, reloj adornado con diamantes cuyo precio supera el medio millón de dólares. Las exclamaciones de admiración, sorpresa, se vuelven solapada complicidad. Creo que todos llevamos parte de la culpa. Como lo escribió Flaubert: “Hay mujeres que parecen compradas”.

Las diez personas más opulentas del mundo tienen una riqueza igual al valor de la producción total de cincuenta países. ¿Creerían que cuatrocientos cuarenta y siete multimillonarios suman una fortuna mayor que el ingreso anual de media humanidad? Tomo estos datos del libro de Eduardo Galeano Patas arriba (La escuela del mundo al revés). Ahora las piedras tienen más importancia que la gente cuando se trata de levantar una ciudad. Construyen casas, mas lapidan gente, atacan a policías, manifestantes; permiten arquear puentes, alzar monumentos, esculpir formas en el espacio, cerrar caminos, consolidar represas, pero también son proyectiles cuando llega la edad de la ira.

Existen todavía incautos que tasan el valor del amor en función de las joyas obsequiadas. Me pregunto lo que sucedería si un buen día, alimentos, víveres, bebidas, se convirtieran en oro puro. Un solo cabello humano vale más que cualquier hilo de plata. Descubrimos tarde la ruta verdadera al tropezar siempre con las mismas piedras. No alcanzamos la meta anhelada por perder el tiempo tirándolas a los perros que nos ladran en el camino.