Estamos ya en el mes de Guayaquil. Mas, sentir la ciudad entrañable no es solo el río que refresca, el puente que une, el puerto febril, el comercio incesante, lo urbano que se regenera espléndidamente, la cultura que está cada vez más presente, los palafitos y las mansiones, cuyos habitantes se pierden el bullir de la vida y ganan, en mucho, librarse del chisme. O su historia de piratas, incendios, astilleros y de populismos engañosos que han pretendido reemplazar el papel del pueblo.

Porque Guayaquil también es lo que son sus barrios. Así nació y el amor a esta bella mujer viene también del lugar pequeño que nos vio crecer, o donde vieron la luz y crecen nuestros hijos. En el que jugábamos pelota sin la interrupción de los carros o desde el cual nos íbamos caminando al colegio, ahora convertido en centro comercial, porque entonces la delincuencia todavía no amenazaba nuestra paz, actualmente reducida también por el expansivo comercio. Era el barrio del estero que despedía malos olores y que los sigue despidiendo, pero que no importaba ni importa porque era y es nuestro, y siempre queda la esperanza de que algún día los proyectos de su recuperación se hagan realidad. El barrio donde llegó el primer televisor y los que no lo tenían venían a entretenerse. Donde se estableció un cine, arrollado en la actualidad por la competencia de los que están en centros comerciales, los nuevos templos de la gente. O de la iglesia, ya remodelada, en cuyo exterior vendían hostias con manjar. O de la tienda a la que íbamos a comprar y nos quedábamos con el vuelto.

Ahí está aún el barrio que nos trae nostalgias, con su rostro nuevo del progreso que beneficia y pisotea. En el que todavía se puede caminar, a despecho del mortificante ruido de los numerosos vehículos, del hedor de los obsequios de los perros callejeros de Alberto Cortés, de la basura echada por desaprensivos. En él seguimos encontrando caras conocidas, unas viejas y otras no tanto. A los legumbreros, gasfiteros, que afirman transitar en el oficio por treinta y cuarenta años y que a juzgar por sus instrumentos de trabajo, no les ha dado más que para subsistir.

Qué placentero es, cuando la mañana se despereza, ver a madres y padres amorosos apostando por el futuro de sus hijos y dejarlos con un beso en las escuelas. A gente dirigiéndose a sus labores. A los fruteros que alistan su mercancía para matar el hambre propia y ajena. A los guardianes, que nos parecen eternos adversarios del tiempo bien administrado y que arriesgan su vida para proteger la de otros. A los árboles, inseparables, hermosos y benefactores compañeros de nuestra existencia. Ellos están en los jardines privados y también en los parques, llenos de verde, gracias a unas buenas administraciones municipales, que son más útiles localmente que a nivel nacional.

Afortunada nuestra ciudad, que celebra, un día antes de su fiesta de fundación, el natalicio del hombre que soñaba en la patria grande latinoamericana para enfrentar el reto de su desarrollo. Que sin dejar de censurar al centralismo quiteño y sin alimentar el propio, debe integrarse mejor al país. Espacios a los que, como decía Séneca, nadie los ama porque son grandes, sino porque son suyos. Cuando uno regresa a ellos, siente el abrazo inconmensurable de una madre.