Iba a titular este artículo ¡Euréka! Tal la palabra griega, hoy proverbial, que lanzó el sabio Arquímedes (287-212 a.C.) cuando descubrió, en la tina de baño, uno de los más fecundos principios de la hidrostática: Todo cuerpo bañado en un fluido pierde una parte de su peso, igual al peso del volumen de aquel fluido que desaloja. Sin embargo no lo hice, al advertir que esa expresión se quedaba corta, frente a la genialidad a la que quiero referirme: la de nuestros representantes en el Congreso Nacional, que acaban de descubrir cómo hacer felices, de un simple plumazo, a los pobres jubilados por el IESS.

En efecto, Arquímedes era solo un individuo genial, que avaló su descubrimiento hidrostático en las leyes que rigen la materia. Pero nuestros diputados al Congreso Nacional –que tan bien nos representan– encarnan toda una colectividad de genios, que por moción de Proaño Maya y con el voto unánime de los 69 legisladores presentes, hicieron su feliz descubrimiento sin aval alguno en las leyes pertinentes: jurídicas, económicas, sociales y ni siquiera en las más elementales del sentido común. Su genialidad y su descubrimiento son incomparables, pues alcanzan lo que pretendieron por siglos, sin conseguirlo, los alquimistas.

La alquimia es un conjunto de especulaciones y experiencias, generalmente de carácter esotérico, relativas a las transmutaciones de la materia, que tuvo como fines principales la búsqueda de la piedra filosofal y de la panacea universal. La piedra filosofal, que infructuosamente buscaron los alquimistas, especialmente en la Edad Media, sería una materia con la que se podría hacer oro artificialmente. Y la panacea universal, un supuesto remedio o solución general para cualquier mal. Ambas cosas parece que las hemos descubierto, al fin, por las interpuestas personas de nuestros diputados. Tales piedra y panacea las hemos encontrado, sencillamente, en la acción y el efecto de sensibilizar.

En realidad no había para qué afanarse tanto. ¿Quién no se sensibilizaría ante la penuria de los viejitos jubilados y estafados por el IESS? Sobre todo si con una mera disposición del Congreso, que no vete el Presidente de la República, se puede convertir el papel impreso del Registro Oficial en oro o en dólares. ¿Por qué, entonces, no nos sensibilizamos también ante los niños y los enfermos pobres, y decretamos que reciban, con similar alquimia, la cantidad mínima de dinero que necesitan? ¿Y por qué no decretamos bajar a la quinta parte el precio de todos los bienes y servicios esenciales y multiplicamos por lo que haga falta los sueldos y salarios?

Alguna vez dudé si acaso éramos unos estúpidos o unos genios. Muchos sucesos de la vida nacional me iban inclinando por la primera alternativa. Pero la comentada decisión del Congreso Nacional sobre los jubilados del IESS me ha permitido optar decididamente por la segunda. Al fin descubro la verdad completa: solemos hacernos los zoquetes, pero somos geniales.