El mejor producto de la región
El hacendado conseguía ganar todas las medallas del Ministerio de Agricultura, porque su mijo era de excelente calidad. Intrigado, un periodista decidió acercarse hasta el lugar donde vivía con la intención de escribir un gran artículo sobre el secreto de tan gran éxito.

Al llegar allí, le preguntó qué hacía para conseguir siempre el mejor producto de la región.

-Muy fácil –respondió el hacendado– al final de la cosecha, separo una buena parte del grano y lo reparto entre todos mis vecinos.

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El periodista se sorprendió:

-¿Repartir lo que recogió? ¿No se da cuenta de que sus vecinos también son sus competidores, y quieren producir más?

-¿No se da usted cuenta de que todo es uno? En primavera, el viento trae el polen, y lo esparce por todo el lugar. Si mis vecinos plantaran algo malo, mi cosecha se vería también afectada. Para tener el mejor producto de la región hay que hacer que los campos vecinos mantengan la misma calidad.

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“No puedo hacer nada bueno en la vida si no estimulo a los otros a que hagan lo mismo”.

En el campo de concentración
El psiquiatra alemán Viktor Frank describe su experiencia en un campo de concentración nazi:

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“... en medio del humillante castigo, un preso dijo: “¡Ah, si nuestras mujeres nos viesen así!”.

“El comentario me hizo recordar el rostro de mi esposa y, en el mismo instante, me lanzó fuera de aquel infierno. Volvieron las ganas de vivir, diciéndome que la salvación del hombre es por y para el amor. Allí estaba yo, en medio del suplicio, y aun así capaz de entender a Dios, porque podía contemplar mentalmente el rostro de mi amada.

“El guarda mandó que todos parasen, pero yo no obedecí, porque en aquel momento no estaba en el infierno. Pese a que no había modo de saber si mi mujer estaba viva o muerta, esto no cambiaba nada: contemplar mentalmente su imagen me devolvía la dignidad y la fuerza.

“Aunque se lo quiten todo, el hombre todavía tiene la buena ventura de recordar el rostro de la persona que ama, y esto lo salva”.

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El niño y la traición
El religioso gritaba en la calle: “¿No somos todos hijos del mismo Padre Eterno? Si esto es así, ¿por qué traicionamos a nuestro hermano?”.

Un niño que asistía preguntó al padre: “¿Qué es traicionar?”.

“Es engañar a tu compañero para conseguir determinada ventaja”, explicó el padre.

“¿Y por qué traicionamos a nuestro compañero?”.

“Porque, en el pasado, alguien comenzó. Desde entonces, nadie ha sabido cómo detener la rueda: estamos siempre traicionando o siendo traicionados”.

“Entonces yo no traicionaré a nadie”, dijo el niño. 

Y así fue. Creció, recogió mucho de la vida, pero no dejó de ser fiel a su promesa. 

Sus hijos sufrieron menos y recogieron menos.

Sus nietos no sufrieron.

La torre de Babel
Las palabras son de Rufus Jones (1863-1968):

“No estoy interesado en construir nuevas Torres de Babel, con la excusa de que necesito llegar hasta Dios. Tales torres son abominables; algunas están hechas de cemento y ladrillos; otras están hechas con pilas de textos sagrados.

Algunas fueron construidas con viejos rituales, y muchas se erigen con las nuevas pruebas científicas de la existencia de Dios.

“Todas estas torres, que nos obligan a escalarlas desde una base oscura y solitaria, pueden darnos una visión de la Tierra, pero no nos conducen al cielo. Lo único que conseguimos es la misma y vieja confusión de lenguas y emociones.
“Los puentes hacia Dios son la fe, el amor, la alegría y la oración”.