Ana Cecilia está en un hospital y mira la televisión. No ha hecho otra cosa desde su último coma diabético: mirar la televisión. En sus ojos apagados por la presbicia, en la luz tenue de los ochenta años, ahora hay destellos luminosos de una niña de cinco. Una niña que ríe abriendo toda su boca de la que se cae, a veces, como se cae del árbol una fruta madura, su dentadura postiza. No le da vergüenza y esa desfachatez infantil, esa manera de mirarla a una sin poses, es uno de sus encantos.

Ana Cecilia no deja de conversarme sobre la lucha de los jubilados: “Nos creían unos viejos llorones y mire, usted, el ejemplo que estamos dando al país. Un ejemplo de dignidad y valentía”. Yo asiento mientras miro cómo se transfigura su rostro, mientras siento alegría por su alegría, orgullo por su orgullo, por ese cuerpo que aún enfermo se inflama. “Quién iba a decir que un grupo de viejos con sus voces cascadas, como la mía, pero con su coraje intacto, se hicieran respetar reclamando limpiamente sus derechos. Mire, mire”, –y apunta con un brazo descarnado, blanco, del que caen suavemente los pliegues de piel a través del pijama–, y veo en la televisión a un señor Díaz, un anciano de la misma edad que ella, que con enérgica altivez explica la lucha de los retirados a Jorge Ortiz de Teleamazonas. “Ay, si yo estuviera buena también estuviera con ellos, en la Caja del Seguro, reclamando, resistiendo, porque mire, qué desgracia, yo cobro una miseria después de tantos años de trabajo y mi hermana, que trabajó en los Estados Unidos por menos tiempo que yo, recibe religiosamente un cheque de 1.000 dólares; y le digo que es una desgracia –enfatiza–, porque yo vivo de la caridad de mis hijos; si no fuera por ellos estuviera como cualquier perrito sarnoso por las calles”. Le digo que no es caridad, que son sus hijos. “¡Sí, pero no!”, me dice con un mohín francamente precioso entre sus surcos de arrugas. “Y mire –prosigue con entusiasmo–, también estamos demostrando que no solo no somos llorones, sino que tampoco somos bobos, porque los politiqueros han querido usar nuestra lucha, manipularnos y no nos hemos dejado, los hemos mandado con viento fresco”. Asiento y sonrío. Hace mucho tiempo que a Ana Cecilia, la vieja maestra que enseñaba a leer en la escuela con la devoción de una monjita, no la veía reír con tanto entusiasmo. La diabetes había agriado su ánimo y la galopante vejez había terminado por derribar su anterior fortaleza. “No, no es la vejez -me dice-, es el país; ¿quién no se amarga porque en este país es más importante para los gobernantes utilizar millones en gastos superficiales como los de Miss Universo, o remodelaciones de oficinas, o salarios dorados para burócratas ineficientes y, en cambio, se pelea y mezquina la chichigua de unos dólares, de un sueldo vital para los jubilados?, ¿quién no se amarga al constatar que lo menos importante para este país es su gente?”.

“Pero ahora no está amargada, ¿verdad?”, inquiero. “No, porque somos un ejemplo”, responde, alzando presumida su cabeza.

A la habitación entra una niña de ocho años a saludarla y entonces Ana Cecilia pasa rápidamente de la altivez combativa a la dulce rendición del amor; los ojos se le agrandan y su voz ronronea melosa. Mientras sus brazos estrechan a la pequeña, me recuerda: “Nuestra lucha es también por los que vienen”.