Lo que parece sorprender a los visitantes del salón Mariano Aguilera 2004 es, sobre todo, el premio único que recayó en una obra construida con cartones, en que formas visibles son manchas de grasa que simulan edificios del malecón del Puerto, con los nombres de los presumibles usuarios de estos cartones-catres, es decir mendigos.

La pregunta que hay que hacerse no es por qué se premió esa obra, sino qué se premió en ella. Pregunta que va más allá del salón en la medida en que es, quizá, la pregunta fundamental que puede dirigirse al quehacer artístico actual.
El asunto parte de la consideración de que el arte de hoy es o debe de ser proposicional, algo así como no gratuito, no instintivo, no casual, suponiendo que todo esto haya sido el arte en el pasado. De hecho no ha sido así, pero proponer en la obra, y en más estricto sentido a través de ella, como que permite inferir que será más consistente y también más racionalista o reflexiva, y otro mérito suyo sería el de responder a una clara necesidad comunicacional.

En los antiguos salones se premiaba el hacer de la obra, el modo o manera en que el artista planteaba su tema o idea y el proceso que desarrollaba a partir de los materiales a su disposición. Eran visibles conocimientos, experiencias, trabajo y voluntad, entre otros factores. Se juzgaba, en consecuencia, un resultado.

En el arte de hoy se considera el pensar en la obra y no necesariamente esta en sí. Baste recordar que en las ya viejas posturas radicales de los años sesenta y setenta del siglo anterior se desecha hasta la realización misma, considerándose artesanal y sin valor artístico la acción manual. El interés se lo hace radicar en el concepto, en la proposición, y en último término en la intención del autor. Se valora, pues, estos, se los juzga y se los considera fundamentales, al extremo de que una obra con esas carencias no será un arte representativo del período. Se reivindica el pensar la obra y el discurso que es ella.

Ahora bien, las intenciones, propósitos y finalismos que un autor pueda esgrimir en la realización de su obra no son elementos concretos u objetivos, salvo que estén plasmados en lo hecho o se verifiquen en el correspondiente discurso. Digo que solo puede conocérselos a través de una o de múltiples interpretaciones. La hermenéutica tiene aquí su campo más vasto de aplicación práctica.

Si intenciones y finalismos son, por naturaleza, subjetivos, se intenta su objetivación a través de una interpretación vinculante con la tríada propuesta-acción-comunicación, mediante el recurso de un análisis lingüístico. Se enfrenta, en definitiva, la subjetividad del artista con la igualmente subjetiva interpretación del espectador o del teórico.

Estamos, pues, en el tiempo de juzgar intenciones y no en sí realizaciones. Espacio que puede ser arbitrario y hasta casualista, dependiendo de quien juzgue. De extrema audacia, sin duda, de evidente provocación, de buscas de modos de decir y comunicar que, a veces, se ofrecen como destellos rutilantes de un ejercicio imaginativo y de criticidad, aunque a ratos posean el valor de los efectos especiales a que tan acostumbrado está el público de cine. Solo que los de las artes atienden a deslumbrar el intelecto y los otros a sorprender sensorialmente. Pero es también un espacio abierto y como tal rico para quien hace y observa desentendiéndose de sí mismo y se inmiscuye en los complejos meandros de la vida social y cultural contemporánea.