La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, patrono principal de nuestra patria, ha sido trasladada a este domingo. No solo para que le agradezcamos tantos beneficios recibidos; también para que le cantemos de mil modos  –recordando la Consagración que hicieron los antepasados– “todo es tuyo, lo ha jurado un día; todo es tuyo, salva al Ecuador”.

Es un día para que nos entusiasmemos con el privilegio de pertenecer a la nación primera que se consagró, despreciando los desprecios de los superpoderosos, al amor de Jesucristo. Y es un día para meditar en ese corazón humano de Jesús, Hijo de Dios.

Ciertamente, cualquiera de las partes de la Humanidad Santísima de Cristo (ojos, manos, llagas, todo), por su unión con la Persona del Verbo, merece nuestra adoración. Mas cuando usamos la expresión “Sagrado Corazón”, no nos referimos a ninguna víscera concreta. Nos referimos al misterio de su Amor divino-humano; al misterio de los sentimientos, perfectamente humanos y a la vez divinos, que tuvo y tiene nuestro Redentor.

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Para acercarnos un poquito a este misterio, nos conviene recordar el miedo que han tenido al corazón – es decir, a la afectividad– los superracionales de otros tiempos. Porque quizás, sus equivocaciones, de modo más o menos descarado, nos siguen afectando.

Aun aceptando su importancia para los humanos, los superracionales lo veían como inmanejable, incapaz de ser organizado como el pensamiento o de autodirigirse como la asombrosa voluntad. Lo veían como loco y traicionero, muy poco de fiar e imprevisible.

Tratando de salvar el corazón (no la víscera sino el afecto) lo redujeron a dos modalidades: el corazón valiente, fuerte y duro, y el corazón sacrificado, tierno y suave. El primero  –más conforme con la guerra– se lo endilgaron a los caballeros, y el segundo –más conforme con la paz– se lo entregaron a las damas. Y así llegaron a decir las damas y los caballeros, en contra de la vida misma, que los varones no lloran.

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Es verdad que nuestro Creador, atento a la misón que asigna a cada uno, concede más facilidad para que el corazón resuene de un determinado modo. Y es verdad también que el corazón (no la víscera sino el afecto) puede resonar con casi todo. No solo con lo grande y con lo noble, también con lo mezquino y despreciable. Pues a causa del pecado, del pecado original y de los posteriores, no hay nada tan inquieto como el corazón.

Por eso precisamente, porque puede corromperse, la fuente del amor requiere que la advierta nuestra inteligencia y la gobierne nuestra voluntad. Mas ello no nos debe hacer pensar que el corazón es malo. Porque la perfección del acto humano no se logra solo con razón y voluntad: necesita que el afecto esté presente.

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El Sagrado Corazón nos habla de esta perfección divino-humana del Amor de Jesucristo. El cual, aunque jamás podamos aferrarlo por completo, se nos muestra como el ideal de nuestro amor a Dios y a los demás: hemos de buscar tener un corazón como el de Cristo: capaz de amar hasta la muerte y de alegrarse perdonando la miseria humana (Cfr. Lucas 15, 3-7).