Consciente de que la poesía se lee cada vez menos, declaro que hay que celebrar a Neruda. No ahora en su año de centenario (costumbre que parece el mea culpa de los habituales olvidos), sino siempre. Esto de las celebraciones, que puede verse e interpretarse de muchas maneras –hasta como oportunismo–, ha ganado un puesto en los calendarios generales. ¿Sincera, honestamente? He allí la cuestión.

A ratos me conmueven los lectores comunes que preguntan en la librerías por la obra del autor del aniversario del momento, los profesores que rastrean enciclopedias para incluir en el programa del año la celebración adecuada. En otros momentos me indigno con ellos. Porque creo en la presencia permanente de ciertos creadores, cuyo conocimiento y difusión no puede someterse al vaivén de las fechas y de las oportunidades. Neruda es una de esas voces que deben resonar siempre en los oídos latinoamericanos, así como José de la Cuadra jamás puede estar ausente del estudio de los valores literarios del Ecuador.

Menciono a los dos autores porque en torno a ellos se ha movido y se mueve la floritura de los homenajes, las iniciativas de recordación. ¿Para olvidarlos luego? ¿Para situarlos en el panteón enmohecido de esos nombres que se repiten como eco de clarinadas lejanas? La poesía es la menos comprendida de las expresiones literarias pero la más valorada socialmente. ¿Se creerá acaso que el derroche de confesiones personalistas es suficiente para sembrar ese “bosque simbólico” del que hablaba el gran Baudelaire? Lo cierto es que Pablo Neruda sí realizó una siembra inagotable, y la multiplicación de su voz americanista se ha expandido lo suficiente por los vientos del mundo como para concitar un natural movimiento de gratitud y de admiración.

En la obra nerudiana hay material para todos los gustos. Quien homologa poesía con intimismo sentimental tiene en la memoria piezas de Veinte poemas de amor y una canción desesperada o de Los versos del capitán; quien cree que ese lenguaje puede recoger el latido de la tierra y la savia oculta de la sangre ancestral preferirá el Canto General; quien encuentre en la poesía vehículo para largos abrazos solidarios se sentirá convocado por España en el corazón; quien haya descubierto el valor de lo nimio y de lo material se sentirá exultante frente a las Odas elementales.

En cualquiera de los casos, los poemas de este chileno universal nos invitan a ese contacto de doble vía propio de la auténtica poesía: al que se entabla desde la emoción más epidérmica, cuando reacciona el oído al tintineo de la misteriosa seducción de las palabras, pero también al vínculo profundo de los descubrimientos intelectuales. Poesía para rastrear, para cavar, para perseguir una clase de conocimiento. Aunque suene a paradoja, el conocimiento que emana de las ideas líricas.

“Sí al Neruda humano y no al acartonado poeta de las clases de Literatura”, dijo una locutora de radio hace unos días. ¿Se merecerán los maestros ese implícito y severo juicio a su labor? Porque si es así tendremos que organizar homenajes cada mes, cada semana, cada día. El firmamento de los grandes creadores de todos los tiempos tiene muchos nombres.