Me puedo imaginar cómo se sienten. Globalizados. Miembros de una élite que se sienta a negociar “de igual a igual” en Cartagena o Washington, y luego mantiene una “trascendental” tertulia en el “cuarto de al lado”. De rato en rato, desplegarán sus ‘laptop’ para marcar la profundidad de sus reflexiones.

Y a quien, entre nosotros, le ponga peros al TLC, la respuesta de los representantes del país (cuya representación se la adjudicaron ellos) será siempre la misma: “viejo, este es un camino sin retorno... tenemos que globalizarnos”.

Como si la globalización fuera un acto de voluntad. Una decisión que la tomamos un día para “integrarnos” al mundo.

La globalización es una situación a la que el mundo ha llegado, no una decisión de algún gobierno o alguna sociedad.

Tanto va el mundo al mercado que al fin se globaliza.

De modo que el TLC no tiene nada que ver con la globalización. Es simplemente la confirmación de lo que somos: una sociedad en ciernes, que toma diversas formas de acuerdo a las necesidades de un país hegemónico. No existe reflexión ni orientación alguna sobre el país que saldrá del TLC. Al extremo que hablamos de la supresión del trabajo infantil como una exigencia de las autoridades gubernamentales norteamericanas, sin preguntarnos si será posible construir una sociedad en la que los niños no tengan que trabajar desde los 6 años de edad.

Y no saber qué sociedad queremos construir no es como para sentirse “en la nube rosada” al momento de sentarnos para salvar los muebles o negociar nuevamente nuestra vieja condición de proveedores de materias primas. No hay de qué envanecerse, ni pensar, tampoco, que vamos a cambiar las condiciones de nuestra articulación al mercado, y con él, a una ideología y a un pensamiento.

Y sobre esto último no se conversa en el “cuarto de al lado”. Ni en el país tampoco. Al TLC solo se lo mira hacia fuera. Parecería que nuestro país es uno solo. Que no hay diversidades en su interior. Que las fórmulas para seguir viviendo no tienen particularidades locales. Intento entenderlos. Cuando se observa desde las alturas un paisaje, este parece homogéneo, sin quebraduras, sin matices.

El analista Fabián Corral viene insistiendo en las consecuencias que tendrá el TLC para la vida jurídica del Ecuador, pues un tratado de esas dimensiones podría ponerse, incluso, por sobre la Constitución. Pero ese no es asunto que interesa en el “cuarto de al lado”.

Cada vez que observo los episodios del TLC me acuerdo de ese juego cruel y premonitorio, Monopolio, que nos fue preparando para ser los perdedores o los ganadores en el mundo del futuro. Un juego. Y me parece que nuestros negociadores se toman el TLC como ese juego, con la diferencia de que los turnos de los dados no son los mismos para todos y que las tarjetas ocultas (porque nos recuerdan, muy solemnes, que hay aspectos del TLC que solo deben conocerlos ellos) que se colocan en el centro del tablero, lejos de anunciarnos el premio de la lotería, nos han de descubrir lo que los negociadores norteamericanos exigen de nosotros para sentarse a dialogar.