“No hay peor sordo que el que no quiere oír”, dice el refranero popular. Y es lo que están haciendo nuestros vecinos de Colombia. Por más que clamemos por la terminación –o la limitación– de las fumigaciones aéreas con glifosato, ellos responden con la indiferencia. Una pared de piedra podría tener más sensibilidad. Atentos con todos los sentidos a su guerra interna, nuestros gritos de protesta les producen menos ruido que el aletear de una mariposa.

Son varios los años en que se lleva a cabo la fumigación de los sembríos colombianos de coca. Y en ese largo periodo hemos presentado el testimonio irrefutable de los daños causados al hombre y la naturaleza de nuestro país en un gran sector fronterizo del norte. Suman centenares los casos de personas con trastornos respiratorios, intestinales, de la piel, y un etcétera largo que no cabría en esta columna periodística. El mayor número de víctimas corresponde a niños y adolescentes. Pero tanto los adultos como los menores resultan afectados por ese veneno que el viento lleva hasta los sembríos y viviendas del Ecuador.

Aunque tal vez le haya faltado un énfasis y una continuidad mayores, nuestro país sí ha reclamado en los niveles medios y superiores ante las autoridades colombianas, utilizando como altavoces a la Cancillería y la prensa. La petición ha sido siempre muy concreta y discreta: que se respete un espacio de frontera de 10 kilómetros entre los dos países, para evitar la contaminación de nuestro entorno. Tanto los ministros de Relaciones Exteriores como el Presidente de Colombia han expresado de vez en cuando –como respuesta indirecta– que las fumigaciones con glifosato no perjudican al organismo humano. Y a continuación han vuelto a colocar tapones en sus oídos para no escuchar asuntos que no les interesan.

Esta actitud tan cómoda e indiferente lleva implícita, en mi opinión, una respuesta. Los resultados perseguidos por los fumigadores es lo que importa. De nada valen las evidencias probatorias de que el glifosato es un veneno activo. Se cumple, así, el plan colombiano para destruir la producción de coca. “Lo demás es lo de menos”.

No hace falta repetirlo, pero el Ecuador no ha descuidado en momento alguno su lucha contra los traficantes de estupefacientes. Día tras día el mundo es informado de la captura y el decomiso de drogas psicotrópicas que los narcotraficantes intentan llevar a Norteamérica y otros países, utilizando al nuestro como país de tránsito.

Uno de los testimonios mayores de nuestra colaboración en este campo es la polémica concesión de la Base de Manta para el exclusivo control, monitoreo y anulación, según asegura Estados Unidos, del ilícito tráfico. Nuestro Gobierno ha asumido un enorme riesgo de implicarse en el Plan Colombia, del que no tenemos por qué ser protagonistas.