Que el 6 de Junio,  el de conmemoración del Día D, sea el inicio de un esfuerzo de reconstrucción del orden internacional fundado en derecho, excluyente del unilateralismo y de la guerra preventiva e incluyente del multilateralismo y de la negociación diplomática. Que el sacrificio de Normandía no sea en vano.

El 6 de junio celebramos el día más decisivo de la Segunda Guerra Mundial: el desembarco en Normandía de ochenta y tres mil hombres de las fuerzas armadas de Canadá y la Gran Bretaña junto con setenta y tres mil norteamericanos. Quienes éramos muy jóvenes pero ya conscientes en ese día del año 1944, lo recordamos con emoción y gratitud. La invasión de Normandía –la Operación Overlord– iniciaría la batalla final –hasta su derrota– del régimen político más perverso que ha conocido la historia: el Tercer Reich de Adolfo Hitler y el Partido Nacional Socialista Alemán.

Hay que colocar el Día D en su perspectiva. Lo precedió el crack económico de 1929 y el consiguiente empobrecimiento de la economía mundial, seguido de la debilidad y desprestigio de las instituciones democráticas. La República de Weimar fue sustituida –electoralmente– por Hitler. El ascenso de los nazis fortaleció al fascismo gobernante en Italia y al militarismo japonés. Envalentonados por la debilidad política franco-británica, los nazifascistas aseguraron la victoria de Franco en España –el ensayo general de la Segunda Guerra Mundial–. Agredieron a Etiopía y a China, anexaron a Austria, se apoderaron de Checoslovaquia y al cabo, en un acceso demencial de hubris, el orgullo desmedido, la insolencia, la arrogancia que finalmente pierde a quien se cree infalible, invadieron Polonia y desencadenaron la Segunda Guerra Mundial.

Entre 1939 y 1944, la dictadura nazi llegó a dominar la casi totalidad del continente europeo. Su amenaza era obvia y comprobable. Detrás de la insuperablemente organizada y al parecer imparable máquina de guerra alemana había una ideología asociada con orgullo al Mal, a la superioridad racial aria sobre los untermenschen o subhombres judíos, gitanos, homosexuales y, por extensión, mestizos. En este sentido era sorprendente que tantos jóvenes mexicanos de mi época admirasen con tal entusiasmo a Hitler. La razón era clara: Alemania se oponía a los Estados Unidos, nuestro enemigo histórico. En Alemania, los mexicanos podíamos admirar todo lo que sabíamos pero no queríamos ver en los “gringos”: disciplina, organización, fuerza y riqueza. A mis compañeros pronazis en México solía decirles: Mírense al espejo. No somos arios. Hitler nos convertiría en jabón.

El 6 de junio de 1944 se inició la batalla final contra la barbarie nazi, esa excrecencia histórica que da la razón a Sigmund Freud cuando explica que naciones civilizadas pueden cometer “acciones de crueldad, perfidia, traición y barbarie cuya posibilidad se habría considerado, antes de cometerlas, incompatibles con el nivel cultural alcanzado”.

Cité hace poco estas palabras con motivo de las atrocidades de la cárcel de Abu Ghraib. Las repito ahora en nombre de la cultura de Bach y Kant, de Goethe y Thomas Mann –pero también de Mark Twain y Emily Dickinson, de William Faulkner y Aaron Copland–. ¿Por qué?

Wilhelm Reich da una explicación convincente. Mientras la izquierda alemana, tanto comunistas como socialdemócratas, se adhería al dogma marxista de las infraestructuras socioeconómicas determinantes, Hitler asaltó la supraestructura cultural y secuestró los mitos del Valhalla germánico, deformando toda una civilización filosófica y artística en nombre del superior ethos germánico. Léanse en este contexto las constantes exaltaciones de Bush a la gloria y superioridad de los Estados Unidos, “La última gran oportunidad de progreso para la raza humana”, según el inquilino de la Casa Blanca tan dado a caerse de bicicletas y atragantarse con galletas.

Bush habla a partir de un chovinismo primario. Pero su círculo intelectual lo cree en serio. Se trata de un grupo de paleotrotskistas transformados en neoconservadores (la Brigada Wolfowitz) para los cuales el concepto de la “revolución mundial” trotskista ha sido suplantado por el del “imperio mundial” norteamericano.

El desembarco en Normandía, acto decisivo, no pudo ocurrir sin antecedentes de resistencia a Hitler que no debemos nunca olvidar. Por una parte, la de Churchill y el pueblo británico. Falta una canción española que diga “Londres, qué bien resistes los bombardeos”. Ni la blitz aérea ni el desastre de Dunquerque, ni un Canal de la Mancha más estrecho que nunca, amilanaron al heroico pueblo británico en, como dijo Churchill, “su hora mejor”. Normandía viene precedida del sacrificio inglés que, al cabo, le costó al Reino Unido casi trescientos mil pérdidas de soldados muertos y casi cien mil de civiles sacrificados.

Acto seguido, la resistencia soviética. La paranoia de Stalin había purgado, en los años treinta, a casi todo el alto mando soviético. Hay que atribuirle al pueblo mismo, más que a Stalin, una resistencia fundada en antiquísimas convicciones de amor prácticamente sagrado al suelo ruso. Nuevos comandantes –Budienny el de la Caballería Roja de Isaac Babel, Zhukov, Timoshenko– ocuparon con premura los puestos estratégicos y, en Stalingrado, Hitler sufrió su primera gran derrota, entre julio de 1942 y febrero de 1943. Al cabo, la guerra costaría a Rusia veintiún millones de vidas. Y como apunta Allan Bullock en su espléndida dúo biografía de Hitler y Stalin, “El conflicto más largo, más intenso y brutal entre dos naciones en toda la historia” fue la guerra entre la Alemania nazi y la Unión Soviética. Les costó a los contendientes, añade Bullock, “el doble de muertos que a todas las naciones en todos los frentes de la Primera Guerra Mundial, sin contar a los millones de civiles, refugiados y prisioneros deportados en el vórtice”. Y sin olvidar, claro está, a los seis millones de judíos asesinados en los campos del Tercer Reich.

No olvidemos tampoco la Resistencia francesa. Tanto la dignidad externa mantenida contra toda adversidad por el general Charles de Gaulle y la Francia Libre, como la lucha interna que unió a comunistas, golistas y patriotas de derecha e incluso a boy scouts judíos trabajando lado a lado con monjas católicas. Los macquis...

Los Estados Unidos, en diciembre de 1941, fueron objeto del “ataque preventivo” del imperio japonés en Pearl Harbor. Resulta en verdad irónico que, ahora, el equipo de Bush invoque la guerra preventiva para el ataque contra Iraq.
En 1944, el presidente Roosevelt era consciente del papel que correspondía a los Estados Unidos: el de un aliado menos vulnerable que Rusia o Inglaterra, protegido por dos océanos y con una economía funcionando a todo vapor. La Segunda Guerra le costó a Norteamérica casi trescientos mil soldados y solo seis mil civiles (contra ochocientos mil civiles muertos en Alemania, cien mil en Inglaterra y siete millones en la URSS).

Normandía fue una gran operación combinada. Al mando del general Dwight D. Eisenhower, desembarcaron en Normandía ochenta y tres mil canadienses y británicos así como setenta y tres mil norteamericanos. Detrás de esta fuerza militar heroica había una filosofía democrática e internacionalista. Es más: el 6 de junio debe celebrarse no solo el principio del fin de Hitler, ni el triunfo militar de los Aliados, sino la fase militar final antes de un nuevo orden mundial basado en derecho. Previsto por Roosevelt y Churchill desde la Carta del Atlántico, correspondió al presidente Harry S. Truman darle cuerpo a la idea internacionalista en San Francisco el año 1945. Sus palabras en esa ocasión merecen repetirse, una y otra vez, el día de hoy: “Todos debemos reconocer –por muy grande que sea nuestro poder– que debemos negarnos a nosotros mismos la licencia de hacer lo que nos plazca”.

El Día D, el día más largo de lo que Eric Hobsbawm ha llamado “el siglo más corto” –de Sarajevo 1914 a Sarajevo 1994– no debe ser ocasión para que George Bush se envuelva en la bandera del más barato chovinismo norteamericano, comparando la invasión de Iraq, un país islámico tiranizado por Saddam pero pobre, débil y sin las armas de destrucción masiva invocadas para una guerra injustificada, con la guerra contra un poderosísimo enemigo, Hitler, dueño de casi toda Europa y dotado de una fuerza armada e industrial de primer orden.

No celebremos el Día D como un día de gloria para el belicismo de Bush. Al Gore, el presidente elegido por la mayoría de los norteamericanos en el 2000, ha declarado el 26 de mayo pasado que “la guerra de Iraq es el peor fracaso estratégico en toda la historia de los Estados Unidos. Es una catástrofe interminable e incomparable”. Bush, dice Gore, ha convertido a Iraq en “la oficina central de reclutamiento de terroristas”. Que no se arrope Bush con galas que no le corresponden.

Celebremos el Día D, en cambio, como lo propone Gore. Un día de reflexión para que los Estados Unidos regresen a los valores que Bush tan irresponsablemente ha dispendiado: “Nuestro compromiso con el estado de derecho... nuestra natural desconfianza hacia la concentración de poder y nuestra devoción a la apertura y a la democracia”, ha declarado Gore.

Que el 6 de junio de 2004 sea el inicio de un esfuerzo de reconstrucción del orden internacional fundado en derecho, excluyente del unilateralismo y de la guerra preventiva e incluyente del multilateralismo y de la negociación diplomática.

Que el sacrificio de Normandía no sea en vano.

(c) The New York Times News Service.