Ocurrió lo que preví: que el anfitrión de la Asamblea de la OEA, Ecuador, el dueño del cuarto, guardó un silencio hermético, como un anfitrión de piedra, limitándose a oír puntualmente las quejas de sus invitados: la demanda de Bolivia y la demanda de Argentina, dentro de un centenar de propuestas. El canciller ecuatoriano, como un herrero ciego luciendo cuchillo de palo, se esmeró en cada reclamo ajeno y no transmitió la queja de su propio país, que esperaba que dijera pocas, cordiales pero significativas palabras: “Que Ecuador solicita a América admitir su necesidad de que se le reconozca, por lo menos, un sector de orilla soberana en el río Marañón, restituyéndosele así su naturaleza amazónica; y que la OEA procure solucionar el problema jurídico consistente en la actual resistencia del Perú a reconocer las paralelas como fronteras marítimas con Ecuador y con Chile, circunstancia que puede afectar la paz. Eso es lo que el país demandó, y siendo fácil e inocuo decirlo, no se dijo. Es secundario si la OEA, como también debió preverse, no se pronunciaría ahora al respecto. Simplemente, cuando un Estado o un individuo considera tener la razón, debe decirlo, sea cual fuere el resultado. Se guardan las penas pero no las razones. El no plantear un asunto sino cuando se tiene garantizada la aceptación, puede servir en un baile, pero no en este caso.

Ecuador no debe olvidar el Marañón. Debe contar con un sector de su orilla por lo menos. Solo seremos amazónicos cuando nos bañemos en el río. Propongo una nueva política: No obstante estar consciente de la nulidad del Protocolo de Río de 1942, cuya nulidad es incuestionable por ser el único tratado impuesto en América por la fuerza mientras regía el Derecho Internacional vigente desde 1890, que repudia las conquistas territoriales, debemos asumir la circunstancia de que el mundo ha impuesto ese tratado a rajatabla y que no está dispuesto a oír más de este argumento. Entonces, debemos sustentar nuestra necesidad amazónica en otra tesis y he propuesto que la respaldemos en la propia Carta de la OEA –ya no en el dictado de los reyes de España–, precisamente en el artículo 5, que consagra como “principio” de la organización hemisférica: “La unidad espiritual del continente”. En síntesis, no podrá lograrse esta unidad espiritual mientras exista la discrepancia intelectual de las partes. Esta tesis no es militarista.

Ha caducado el principio de que los tratados no pueden ser revisados sino por mutuo consentimiento de las partes. Ha caducado porque ha ocurrido que un tratado bilateral puede oponerse a un tratado internacional –como ocurre cuando una norma secundaria contradice la norma suprema– impidiendo lograr el objetivo continental, haciendo imposible forjar el alma común de las Américas, es decir la “unidad espiritual del continente”. El continente tiene derecho a revisar un tratado que se opone a la voluntad general, con mayor razón si las partes que lo firmaron también han suscrito la Carta colectiva. Es inaudito que América, exuberantemente acuática, navegante, “de pie como un marino en la proa de un barco”, en el Mississippi y en el Amazonas, tolere a gobiernos aferrados a despojos históricos, mezquinos acaparadores del agua, en vez de cuidar de la dignidad de cada una de sus naciones.

La permanencia de Estados Unidos en la base de Manta depende de que acepte esta realidad.