El santoral ecuatoriano recuerda hoy a la beata Mercedes de Jesús Molina y Ayala, nacida en la señorial Baba, actual ciudad cantonal de la provincia de Los Ríos, entonces departamento de Guayaquil, en 1828.
El 14 de abril de 1873 fundó en Riobamba el Instituto Santa Mariana de Jesús, con el propósito de acoger niñas huérfanas pobres, para educarlas y preservarlas del mal. Llena de virtudes y méritos falleció el 12 de junio de 1883. El 1 de febrero de 1985, S.S. Juan Pablo II, en los Samanes, Guayaquil, la proclamó oficialmente beata.

Entre las virtudes cristianas está la humildad, por eso, lejos de su tierra natal, recibió el sumo honor de ser encumbrada a la dignidad de beata, engrandeciendo a esa noble cuna en la que nació. Bien lo manifestó Jesús: “El que se humilla será ensalzado”. Su humildad se reflejó en sus labores de educadora y de misionera, y como la primera fundadora de una congregación religiosa ecuatoriana, que como el rosal frondoso que soñó, se extiende por algunas naciones, “perfumando con su apostolado la Iglesia en América Latina”.

En la homilía de la beatificación, Juan Pablo II expresaba: “Siguiendo el camino del amor, muy pronto Mercedes Molina, que asumió el título de Jesús para indicar su exclusiva entrega a Cristo, empezó a realizar las obras de gloria para su Esposo. Primero como madre y maestra de huérfanos; más tarde, siguiendo las huellas de su confesor, como intrépida y amorosa misionera entre los indios y jíbaros, de nuevo como educadora y protectora de la niñez abandonada”.

El amor verdadero que ignora todo egoísmo, y el dolor que purifica el amor en las almas que se entregan a Cristo, suponen el riesgo benéfico del Espíritu de la sabiduría que origina una fecundidad espiritual y que la beata supo transmitir a sus hijas con el ejemplo de su vida, atención directa de las primeras religiosas a quienes les daba oportunas instrucciones y sabios consejos para que hallen la fuerza en Cristo crucificado y en María.

Si bien es cierto que vivía de la fe, sin embargo, lo que más resplandecía en ella era el amor a Dios y al prójimo. En el amor cimentaba su vida de santidad. En el amor y por el amor a Dios servía a todos, especialmente a sus religiosas y a sus huérfanas muy amadas a las cuales en sus cansancios y sufrimientos les recordaba la invitación del corazón amoroso de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os aliviaré”.

Su mensaje es que amemos a Dios en los pobres, porque en ellos está Cristo pobre, que ha querido identificarse con los hombres y mujeres para proclamar “que allí donde se vive una situación de pobreza y de sufrimiento, allí está la misericordia de Dios Padre”, como manifestó Juan Pablo II. Ojalá muchas jóvenes se vean atraídas por el amor del Buen Pastor y sigan el ejemplo luminoso de la beata Mercedes de Jesús, que dejando toda vanidad eligió a Cristo.