Cómo quisiera decir lo contrario, pero la corrupción, escogida como tema central de la Conferencia de la OEA que se realizó en Quito esta semana, no ha desaparecido como ofreció el jefe del actual Gobierno durante la campaña electoral, y más bien parece haberse enraizado. Por supuesto que la corrupción está en todos lados, no únicamente en la Función Ejecutiva, pero la que corresponde al aparato burocrático central, toca al Presidente de la República erradicarla.

Corrupción hay también en la Función Judicial y si no que lo diga la prensa nacional que en los últimos días ha denunciado al país hechos clamorosos de violación de las leyes por parte de jueces impreparados o venales, o a lo mejor las dos cosas. Allí tiene un gran trabajo que hacer el Consejo Nacional de la Judicatura para depurar sin temores, pues no se perjudica únicamente a los jueces honestos por las generalizaciones que se producen sino además –y lo más importante– a la sociedad que clama porque haya justicia.

Lo que usualmente ocurre en la Función Judicial, específicamente en los juzgados de lo Penal, es que se dictan numerosas órdenes de prisión dentro de las causas por cada nuevo escándalo para después de dos o tres semanas no cuestionar a nadie, lo que quiere decir que las providencias iniciales fueron dictadas con ligereza o que los autos revocatorios son fruto de un mal examen o de un buen arreglo, pero en cualquier caso se proyecta una pésima imagen a la sociedad. Y esto es sumamente importante porque donde se decide finalmente la suerte de la corrupción es en los escritorios de los jueces. Puede haber numerosas comisiones anticorrupción o varias contralorías estatales que actúen como debe ser, pero mientras los magistrados no sentencien con apego a la ley y a su conciencia, las medidas para combatir ese flagelo serán de trapo.

Tal cual lo relatan los medios informativos en estos días, el Gobierno ha colaborado con lo suyo para engordar la figura de la corrupción, con su nepotismo que involucra a hermanos, primos y cuñados, con los dudosos aportes recibidos en campaña, con las coimas y comisiones denunciadas en Pacifictel, Petrocomercial y otras instituciones. Por eso no me explico cómo el Gobierno, consciente (o inconsciente) de sus debilidades en su lucha anticorrupción, haya podido tener la soltura de huesos para proponer ese tema como vertebral de la reunión de la OEA, que ha culminado su cita con una Declaración de buenos propósitos que, ojalá, no se quede, al igual que muchas de sus resoluciones, en el papel, porque la OEA es, desde hace rato, una institución anodina.

El Congreso Nacional tampoco se escapa. También toca su música cada vez que sus miembros hacen arreglos de toma y daca y cada vez que por falta de estos no pueden nombrar durante meses ni a su segundo vicepresidente ni al Contralor de la República ni al Defensor del Pueblo.

La corrupción no se combate con acuerdos ni con palabras sino con acciones que demuestren que esa es la intención positiva del funcionario público, cualquiera que este sea. En todo caso, parecería que la corrupción tiene el don de la ubicuidad.