Desde tiempos de Sixto Durán-Ballén, los gobiernos han equivocado sus relaciones con el movimiento indígena, convencidos de que sus líderes eran vulnerables y de que el movimiento era fácil de ser fragmentado.

Cada uno lo ha hecho desde su perspectiva ideológica o su ceguera.

Sixto Durán-Ballén, aristócrata como se presentaba, líder de la nostalgia de un socialcristianismo terrateniente de tiempos de Camilo Ponce, creó una especie de ministerio indio, a cargo no de cualquier “recién llegado” sino de un auténtico miembro de la realeza, un Duchicela cuya estirpe había emigrado a Centroamérica. De ese modo, este Duchicela XIII o XIV presidía la comedia con que Durán-Ballén reconocía a un nuevo actor nacional: el indio.

Después vino Abdalá Bucaram y con él cambió el modelo. Ya no buscó para su entorno un indio de sangre azul sino un sagaz negociador de acuerdos bajo la mesa: Miguel Pandam, quien intentó quebrar a la Conaie en su congreso de 1996 en Saraguro, colocando su tienda de gitano a la entrada del Congreso, a modo de tentar inútilmente a los dirigentes para que voltearan la oposición al régimen. Allí nació, de pura suerte, el liderazgo perentorio de Antonio Vargas, como un acuerdo provisional para evitar la división del movimiento.

Finalmente, Lucio Gutiérrez ha aplicado su “estilo” en este asunto. Y se ha buscado un ministro de Bienestar Social viscoso como él, ambiguo, trashumante en la política y amigo de fraccionamientos, que actúa como un imán que atrae su entorno a los personajes más pintorescos, o más siniestros. Otra vez la suerte de Vargas.

Si no existiesen los antecedentes señalados y los equívocos repetidos, podríamos decir que Gutiérrez da muestras de un cándido menosprecio por el movimiento indígena, parecido al de Sixto Durán-Ballén, con los aportes perversos de Bucaram. Pero existiendo antecedentes, el nombramiento ministerial resulta una premeditada bofetada a sus antiguos aliados políticos.

Tomados de la mano en los corredores de Carondelet, Gutiérrez y Vargas representan la parodia de sí mismos, de sus propias personalidades.

De todos modos, Vargas es paciente y sigue siendo un hombre de suerte. Vivió el fracaso electoral sin inmutarse y desapareció del escenario. Hoy, su camarada de revuelta lo resucita.

Una suerte que le ha acompañado otras veces.

Que le convirtió en líder de la Conaie en 1996, que le elevó momentáneamente al poder en el año 2000.

Pero ha tenido suerte también en otras aventuras que, con la ligereza con la que Gutiérrez escoge a sus colaboradores, habrá pasado por alto en las averiguaciones previas sobre el pasado del nuevo ministro. Por ejemplo, cuando “milagrosamente” se quemó la cooperativa Palati en Pastaza hace unos años, consumiendo todo el archivo y la documentación económica, tres días antes de que lleguen los auditores externos. O cuando, por arte de birlibirloque, el servicio aéreo de la Organización de Pueblos Indígenas de Pastaza, de propiedad comunitaria, apareció un día como sociedad anónima privada. Y en esas oportunidades, el hombre con suerte ha sido el mismo Vargas. ¡Vaya coincidencias!