La última pieza de propaganda gubernamental en la televisión me pareció más bien patética. El Presidente habla desde la terraza de Carondelet, moviendo los brazos robóticamente bajo un cielo cubierto por densos nubarrones, circunstancia meteorológica de claras connotaciones simbólicas ante la cual los productores debieron optar por un cambio de locación. 

Gutiérrez declama con el mismo tono de candidez con que un niño de escuela recita un poema patriótico en el minuto cívico del 24 de Mayo, a saber: poniendo más atención en el ritmo de las frases (que debe ser muy marcado), que en el sentido de las palabras. Esta semejanza no deja de ser preocupante, pues el niño recita de memoria, así que la entonación y el ritmo son recursos mnemotécnicos, mientras que el Presidente tiene su texto escrito en un teleprompter, por lo que resulta difícil de explicar su estilo infantil y afectado.

Sin embargo, esa es la imagen que ha proyectado en sus últimas apariciones televisivas. Me refiero a apariciones producidas, creadas exclusivamente para la televisión y pensando en un público, como su serie de cuñas desde la terraza o la breve toma (unos segundos apenas) de la noche de Miss Universo, en que el Presidente mostró su propia imagen autoproducida para la televisión del mundo, con sonrisa de párvulo y banderita tricolor sacudida a golpes cortos y rápidos.

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Qué importa que Gutiérrez, en su serie de spots para tarde de fútbol, nos hablara de lo grandioso que es este país y lo aún más grandioso que será si nos unimos todos. La publicidad descubrió hace rato que el contenido literal de los mensajes importa menos que la manera como estos “resuenan” en la teleaudiencia. Y está claro que la manera como resuenan los mensajes del Presidente, en estos momentos, depende de un contexto en el cual nueve de cada diez personas no le creen. El mensaje final es puerilidad pura.