Goza de publicidad casi indecente. Títulos superlativos exaltan guerras, suicidios, muerte al granel. Hojear ciertos periódicos es empaparse de angustia, tomar un baño de sangre entre el café diluido de la mañana, la tristeza renuente a disolverse. La Tierra es hervidero de pasiones con zonas en las que buitres montan guardia al pie de niños esqueléticos, pero sucede tan lejos. Iraq pertenece a otro planeta mientras no reciba Ecuador el cadáver de un voluntario. Israel y Palestina se hallan a muchas horas de avión. No nos llegan “los asesinatos convertidos en ceremonias de masa” (Roberto Aguilar), el tableteo de las metralletas. La pantalla del televisor enaltece las emociones, incentiva la adrenalina, promueve momentos fugaces de indignación entre cerveza y sopa del día. No podemos convivir cada minuto con lo inevitable. Rescatamos nuestra tarea, peleamos el diario sustento, inventamos la posible felicidad en un trabajo bien hecho. La paz no es asunto de un solo hombre.
Las fugaces “misses” nos hacen olvidar, a punta de belleza, fealdades ocultas como escorpiones bajo cada piedra. No podemos cambiar esta ley. Cada uno de nosotros intenta conseguir la huidiza felicidad, proteger a la descendencia, endulzar el rato con juramentos amorosos, delicatessen importados, si no es el sándwich de pernil de la esquina, la guatita casera, el perro caliente. Así debería ser . Sabemos que la droga, las armas, las guerras representan un presupuesto capaz de apaciguar el hambre en todo el planeta. ¿Cuántos bombarderos supersónicos por nuestra deuda externa?

La violencia no siempre muestra la cara. Se hace presente en el “mande” monótono de la empleada. Existen casas donde se cambia de domésticos como muda uno de ropa. La violencia se oculta en manos de asaltantes aptos para la ternura, cegados por la necesidad. No conozco a un solo homicida que no hable con fervor de su propia madre. Entrevisté a docenas de ellos en el pabellón donde se hacinan los peligrosos. Creo que duerme en cada ser humano algo recuperable. La violencia es parte de un error que no queremos analizar sino tan solo destapar. Cualquier individuo se enternece con cachorros, vida incipiente, puestas de sol, brote de flores, juegos pirotécnicos, cumpleaños. Recuerdo al hampón de veinticuatro años tendido en la morgue, el corazón tatuado en azul donde aparecía el orificio de un proyectil, la leyenda inocente: “Por siempre tuyo, mi amor”. La peor miseria es tener hambre de cualquier cosa, pan o justicia, amor o necesidades básicas.

La violencia invade el cuartucho de la prostituta en el que nunca faltan la imagen de Cristo desangrado, la estatua del santo de turno; en el tedio de los encuentros casuales: el recuerdo de los hijos, exclusiva preocupación. El tumbado es pantalla de sueños. Los visitantes ocasionales, despreciables fantasmas. La violencia se anida dentro de nosotros mismos. La disfrazamos de humanismo, de bondad condescendiente. Solo el posible Dios podría sondear corazones, descifrar pensamientos, desnudar pasiones. Nos haría bien conocer el valor real de una vida que adornamos con efímeros méritos. Somos pozos de sorpresas de pronto hermosas, otras veces vertederos de íntimas basuras.