Tengo por consigna no ir a donde todo mundo va. Hace algunos años, a partir de la gran crisis argentina, casi todos los viajeros ecuatorianos se dispararon al sur. Los precios, lo barato de los tours, la moneda, hacían que la Argentina pareciera una gran tienda de gangas. Constantemente escuchaba hablar de ella, de sitios, museos, cafés y la verdad es que el deseo poco a poco fue creciendo. La gran Feria Internacional del Libro fue el enganche, la ocasión, la oportunidad. La promesa de aventura, de los libros, de mirar con mis ojos la tierra de Carlos Gardel, de Cortázar, del inefable poeta de los ojos ciegos: Jorge Luis Borges, de Manuel Mujica Láinez con su inolvidable Bomarzo y de aprender alguno que otro paso de aquella danza sensual y complicada que es el tango, me ilusionaron.

Llegué a Buenos Aires una mañana fría y luminosa y fue amor a primera vista. Estoy convencida que cada ciudad tiene su acento, su personalidad. Hay unas que me dejan fría, indiferente; otras que provocan nostalgias o curiosidad; y otras, nadie sabe el porqué, resultan extrañamente familiares, como si antes hubiéramos vivido y recorrido sus calles. Buenos Aires, con sus avenidas enormes, sus edificios majestuosos estilos Art-Déco y Art Nouveau, pero también con sus callecitas empedradas, con su colonial San Telmo, la Recoleta, la Boca y sus pequeños e inolvidables cafés, me sedujo. El embrujo de sus noches en Corrientes, en donde es posible comprar un libro a mitad de la noche y en donde la ciudad es una muchacha insomne y bohemia que pide candela, me atrajeron profundamente. Los libros en las viejas librerías de la calle Corrientes resultan muy económicos, es lo único que aún es barato porque a los precios de otros artículos les han crecido insospechadas alas.

Algo que sorprende es comprobar que en la más terrible crisis que ha vivido este país, las expresiones artísticas y culturales han florecido y se desbordan: publicaciones, conferencias, ferias, estrenos teatrales, conciertos, museos, galerías de arte hacen su oferta interminable. Alguien me aseguraba que en estos momentos Buenos Aires tiene más salas de teatro activas que París, Madrid o Nueva York. Quizá sea porque la otrora poderosa clase media, consumidora de arte, abocada abruptamente a la pobreza, se aferra a las manifestaciones culturales como una forma de resistencia.

Algo realmente conmovedor es ver la enormidad de gente que hace cola para pagar la entrada para visitar la Feria del Libro con su eterna promesa de buena lectura. Visitar sus enormes pabellones es emborracharse de los más disímiles e insólitos títulos y dar una vuelta al mundo del pensamiento desde todos sus prismas. Solo en el año 2003 esta feria fue visitada por más de 1’200.000 personas. Este año tuvo la visita de brillantes escritores como Laura Restrepo, Martín Caparrós, Arturo Pérez-Reverte y Federico Andahazi, entre muchísimos otros, amén de conferencias y mesas redondas.

El barrio La Boca es un ícono turístico, con sus callecitas estrechas y pintorescas y sus casas pintadas con colores primarios intensos. Aquí nació la ciudad en este barrio formado por pobres inmigrantes que no teniendo dinero para pintar sus viviendas lo hacían con las sobras de pinturas de las embarcaciones, y así nació, también, una nueva estética: de la necesidad y la pobreza. También cuentan que originalmente la Casa Rosada se llamó así porque en sus antiguas construcciones se usaba para combinar los materiales la sangre de animales y esta dejaba un cierto tinte rosado.

En fin algo curioso de reseñar es el prejuicio que uno lleva del carácter del argentino, especialmente del bonaerense. El comprobar que en su tierra son amables y sencillos, me llevó a consultarle a un taxista sobre el particular. Este bondadoso hombre de ojos azules volteando hacía mí su rostro, replicó: Pero ché, qué querés, algo bueno de esta crisis es que está pariendo un nuevo argentino, más humilde, menos arrogante y más afincado a su tierra...