Esta es la segunda o tercera generación que no vivió los terribles momentos de la Segunda Guerra Mundial. El cine ha conseguido que aquel capítulo se convierta apenas en el pretexto para grandes efectos especiales. Poco es lo que se dice, en cambio, de su profundo legado histórico. Y corremos el riesgo de que el mismo se pierda en la bruma del olvido, o de la inconsciencia.

Durante la Segunda Guerra Mundial no pelearon en realidad unos países contra otros. No fue una disputa por territorio. No se luchó por fronteras. Aunque, por supuesto, así lo hayan visto y entendido sus protagonistas.

Lo que en el fondo estuvo planteado fue algo mucho más dramático. La Segunda Guerra Mundial se libró para decidir bajo qué sistema viviría la humanidad: la libertad o la esclavitud.

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No se peleó contra los alemanes, los japoneses o los italianos –pueblos que en alguna medida también ofrecieron resistencia al fascismo–, sino contra el genocidio, contra el asesinato racial, contra la intolerancia política y religiosa, contra la posibilidad de que los hijos deban espiar a sus padres, contra la censura, y contra los campos de concentración.

Cierto es que algunos de esos males sobrevivieron, pero hoy tendrían un alcance inconmensurable si no hubiese sido por la determinación de los hombres y mujeres que pelearon en aquel conflicto en el bando correcto, y de manera particular, de los que se atrevieron a desembarcar en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944, hace hoy exactamente 60 años.